Monetizar la fidelidad
El domingo Sílvia Hinojosa escribió en las páginas de Tendencias sobre Scott Avy, una empresa de Seattle que se autodenomina el casino del matrimonio. El nombre no guarda relación alguna con la connotación prostibularia que la palabra casino tiene en italiano, sino que remite al juego de apuestas. Los empresarios dan hasta 10.000 dólares a parejas para que se paguen la boda. Si la pareja no se parte, son a fondo perdido. Si se divorcian, tanto si han pasado tres meses como treinta años, tienen que devolverlo con intereses. A medias, a menos que el divorcio sea por violencia doméstica, que entonces paga el maltratador. Naturalmente, la empresa apuesta por el máximo número de divorcios. Este es el destino de la mayoría de las parejas actuales si nos atenemos a las estadísticas, y aquí está la ventana de negocio. Ellos facilitan la parafernalia matrimonial en la salud (sentimental) y se lo cobran en la enfermedad. Ya se ve que será un negocio redondo. Para que no se les vea demasiado el plumero y nadie pueda acusarlos de mobbing conyugal, ofrecen un servicio gratuito de asesoramiento matrimonial a las parejas en crisis, como un casino que te ofreciese tratamiento paliativo para la ludopatía pero no te prohibiese entrar. Saben que, antes o después, la mayoría de sus clientes tenderá al divorcio. Esta monetización de la fidelidad obligatoria puede parecer una novedad, pero sólo es una variante simplificada de uno de los aspectos más sórdidos que caracterizan a la institución del matrimonio. Todo el mundo conoce parejas que han mantenido las apariencias matrimoniales para no perjudicar intereses patrimoniales, en ocasiones durante años. Intereses que obligan a presentar una fachada de respetabilidad moral que no se corresponde con lo que sucede en el interior. Intereses que sobrepasan de largo los que Scott Avy pueda añadir a la cantidad a retornar.
La iniciativa de estos emprendedores de corazones rotos me recuerda El otro jardín, una sutil novela de Francis Wyndham que explica la historia de una pareja inglesa separada que se ve obligada a volver a convivir. Las circunstancias, en este caso, son mucho más graves que una simple deuda contraída para pagarse la boda. Es la Segunda Guerra Mundial la que los echa de Londres y los obliga a compartir la casa de campo. Es notable el contraste entre el conflicto bélico exterior, del que sólo tenemos noticias vagas, y la sutil guerra interior, a la que asistimos. Comparada con una situación tan extrema, tener que fingir con la pareja por culpa del dinero que te gastaste en flores y violoncelos el día del banquete nupcial parece una solemne memez.
Esta monetización de la fidelidad obligatoria sólo es una variante simplificada de la institución del matrimonio