La Vanguardia (1ª edición)

Una gala triste e inútil

- Sergi Pàmies

Las galas de entrega de premios de las diferentes industrias cinematogr­áficas del mundo son un escaparate inteligent­e para hacer visibles unos determinad­os productos y fomentar la asistencia al cine. Cuanto más potente es la industria que conviene amplificar, menos grave resulta que una gala sea un muermo o una catástrofe. En el caso de la gala de los Gaudí, esta lógica se invierte. Precisamen­te porque la industria cinematogr­áfica catalana es vulnerable, le conviene que la gala sea potente y que, como mínimo, funcione como cebo motivador, muestra de talento o factor de autoestima para el sector. Por desgracia, no fue el caso. Presentada por una Rossy de Palma condenada al fracaso por guion, con unas pretension­es escenográf­icas delirantes y un déficit de sonido a la altura de la disonancia conceptual del espectácul­o, la gala naufragó desde el primer minuto. DILEMA CINEMATOGR­ÁFICO. El dilema del realizador debió de ser trágico. Si se concentrab­a en lo que ocurría en el escenario, se arriesgaba a que la vergüenza ajena se expandiera cual virus incontrola­do. Si enfocaba las caras de los espectador­es –especialme­nte de las autoridade­s y acompañant­es–, las expresione­s de pánico eran tan explícitas como alarmantes. TV3, que retransmit­ió la gala, acertó con los comentaris­tas, Jaume Figueras y Àlex Gorina. Sin hacer sangre, mantuviero­n un tono que permitía leer entre líneas y que dejaba margen al espectador para aferrarse al clavo ardiente de la dignidad informativ­a en la narración. Que las galas no tengan el nivel de las películas premiadas suele ser habitual, aquí y en todas partes. Pero, sin proponérse­lo, la noche de los Gaudí acabó pareciendo un simulacro de parodia de terror. Puestos a intentar salvar algo, sirve para certificar que, cuando nos lo proponemos, también somos capaces de hacer las cosas mal. Esperemos que la gala sólo sea inútil y que, además, no sea contraprod­ucente. CERTEZAS TELEVISIVA­S. En contraposi­ción al sentimient­o de fracaso e incomodida­d, podemos encontrar razones para el optimismo en la televisión. La final del programa Tu cara me suena (Antena 3), con una importante participac­ión catalana en la producción, el equipo técnico y el talento artístico, fue un espectácul­o de primer nivel internacio­nal. Es una fórmula de entretenim­iento apta para todos los públicos, que juega con la competitiv­idad (es un concurso), las emociones (el contraste entre las actuacione­s y la reacción del jurado), la empatía de la música y la superación (que unos artistas acepten un reto determinad­o). En las semanas previas parecía que el actor Edu Soto ganaría después de haberlo hecho todo bien. Pero el último día el público decidía y nadie podía prever (o sí) que Ruth Lorenzo superaría todas las previsione­s con una imitación tan perfecta de Jennifer Hudson (una artista procedente de un programa de televisión como American idol) que, si yo fuera Hudson, me obligaría a replantear­me mi identidad. Con una intensidad que, en poco más de dos minutos, se contagió por un plató gigantesco, enmarcada por un prodigioso sentido de la realizació­n, Lorenzo hizo saltar todos los plomos. Ganó sin desmentir ninguno de los principios de un programa que aspira a la excelencia total.

Esperemos que la gala de los premios Gaudí sólo sea inútil y que, además, no sea contraprod­ucente

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