Una gala triste e inútil
Las galas de entrega de premios de las diferentes industrias cinematográficas del mundo son un escaparate inteligente para hacer visibles unos determinados productos y fomentar la asistencia al cine. Cuanto más potente es la industria que conviene amplificar, menos grave resulta que una gala sea un muermo o una catástrofe. En el caso de la gala de los Gaudí, esta lógica se invierte. Precisamente porque la industria cinematográfica catalana es vulnerable, le conviene que la gala sea potente y que, como mínimo, funcione como cebo motivador, muestra de talento o factor de autoestima para el sector. Por desgracia, no fue el caso. Presentada por una Rossy de Palma condenada al fracaso por guion, con unas pretensiones escenográficas delirantes y un déficit de sonido a la altura de la disonancia conceptual del espectáculo, la gala naufragó desde el primer minuto. DILEMA CINEMATOGRÁFICO. El dilema del realizador debió de ser trágico. Si se concentraba en lo que ocurría en el escenario, se arriesgaba a que la vergüenza ajena se expandiera cual virus incontrolado. Si enfocaba las caras de los espectadores –especialmente de las autoridades y acompañantes–, las expresiones de pánico eran tan explícitas como alarmantes. TV3, que retransmitió la gala, acertó con los comentaristas, Jaume Figueras y Àlex Gorina. Sin hacer sangre, mantuvieron un tono que permitía leer entre líneas y que dejaba margen al espectador para aferrarse al clavo ardiente de la dignidad informativa en la narración. Que las galas no tengan el nivel de las películas premiadas suele ser habitual, aquí y en todas partes. Pero, sin proponérselo, la noche de los Gaudí acabó pareciendo un simulacro de parodia de terror. Puestos a intentar salvar algo, sirve para certificar que, cuando nos lo proponemos, también somos capaces de hacer las cosas mal. Esperemos que la gala sólo sea inútil y que, además, no sea contraproducente. CERTEZAS TELEVISIVAS. En contraposición al sentimiento de fracaso e incomodidad, podemos encontrar razones para el optimismo en la televisión. La final del programa Tu cara me suena (Antena 3), con una importante participación catalana en la producción, el equipo técnico y el talento artístico, fue un espectáculo de primer nivel internacional. Es una fórmula de entretenimiento apta para todos los públicos, que juega con la competitividad (es un concurso), las emociones (el contraste entre las actuaciones y la reacción del jurado), la empatía de la música y la superación (que unos artistas acepten un reto determinado). En las semanas previas parecía que el actor Edu Soto ganaría después de haberlo hecho todo bien. Pero el último día el público decidía y nadie podía prever (o sí) que Ruth Lorenzo superaría todas las previsiones con una imitación tan perfecta de Jennifer Hudson (una artista procedente de un programa de televisión como American idol) que, si yo fuera Hudson, me obligaría a replantearme mi identidad. Con una intensidad que, en poco más de dos minutos, se contagió por un plató gigantesco, enmarcada por un prodigioso sentido de la realización, Lorenzo hizo saltar todos los plomos. Ganó sin desmentir ninguno de los principios de un programa que aspira a la excelencia total.
Esperemos que la gala de los premios Gaudí sólo sea inútil y que, además, no sea contraproducente