La corrupción de Hamlet
Gracias al ciclo National Theatre Live, el pasado jueves algunos miles de espectadores pudimos ver en directo desde salas de cines de todo el mundo el Hamlet de Shakespeare dirigido por Lindsey Turner e interpretado por Benedict Cumberbatch, el intérprete de Sherlock Holmes en la serie televisiva. Cuando esta producción se estrenó el otoño pasado en el Barbican Theatre de Londres, Susannah Clapp escribió en The Guardian que no recordaba haber visto nunca un Hamlet tan racional. Buscando los mejores Hamlets que tenía guardados en los cajones de su memoria, Clapp no encontraba ninguno que no se hallara al lado de un abismo, a punto de ser tragado por la locura o por la perplejidad intelectual, por una tristeza agobiante o por una inmensa agitación política. Y, por eso, el Hamlet de Cumberbatch, que, a su entender, recitaba el famoso monólogo del “Ser o no ser” como si buscara obtener el apoyo del público en un debate sobre la muerte asistida, le parecía limitado.
La crítica de Susannah Clapp es un buen ejemplo de lo que Hans Robert Jauss y otros teóricos de la estética de la recepción afirman sobre el peso que el horizonte de expectativas del lector o el espectador tiene a la hora de dar significado a las obras. En concreto, ilustra a la perfección la dificultad de desprenderse, al leer o asistir a una representación de Hamlet, de la idea del hamletismo que los románticos pusieron en circulación en el siglo XIX: el estereotipo del hamletismo como una debilidad enfermiza y patética del carácter que paraliza la voluntad e impide pasar a la acción a un sujeto más o menos melancólico que no sabe estar a la altura de sus nobles intenciones u objeti- vos. Un concepto que no tardó en cristalizar en lugar común y que, con el paso del tiempo, se usó para describir no sólo conductas individuales, sino también comportamientos colectivos, como hizo Josep Pla en unos celebrados artículos sobre el nacionalismo catalán y sus “reservas mentales” publicado en la Revista de Cataluña en 1924.
Pero, evidentemente, hay otras maneras de entender Hamlet. Hace unos años, en un artículo que se publicó en volumen colectivo sobre Shakespeare y el pensamiento político moderno ( Shakespeare and the Early Political Thought, Cambridge, 2009), Andrew Fitzmaurice argumentó muy persuasivamente que, a los ojos de los contemporáneos del dramaturgo inglés, Hamlet no era un sujeto incapaz de actuar, sino un hombre que había decidido retirarse de una vida cortesana podrida por la corrupción. Por una corrupción que, como había señalado años antes La Boétie, tejía piramidalmente redes de intereses que atrapaban en la servidumbre voluntaria a quienes se acercaban y garantizaba así la supervivencia del tirano. Seguir fingiéndose loco para poder vivir tranquilamente retirado en la vida contemplativa o comprometerse políticamente exponiéndose a luchar contra un régimen tiránico que todos los cortesanos fingían por interés considerar legítimo. Esta habría sido, según Fitzmaurice, la cuestión que Shakespeare, nuestro contemporáneo, planteaba en Hamlet a sus contemporáneos.
Hamlet no era un sujeto incapaz de actuar, sino un hombre que había decidido retirarse de una vida podrida por la corrupción