La Vanguardia (1ª edición)

La corrupción de Hamlet

- Josep Maria Ruiz Simon

Gracias al ciclo National Theatre Live, el pasado jueves algunos miles de espectador­es pudimos ver en directo desde salas de cines de todo el mundo el Hamlet de Shakespear­e dirigido por Lindsey Turner e interpreta­do por Benedict Cumberbatc­h, el intérprete de Sherlock Holmes en la serie televisiva. Cuando esta producción se estrenó el otoño pasado en el Barbican Theatre de Londres, Susannah Clapp escribió en The Guardian que no recordaba haber visto nunca un Hamlet tan racional. Buscando los mejores Hamlets que tenía guardados en los cajones de su memoria, Clapp no encontraba ninguno que no se hallara al lado de un abismo, a punto de ser tragado por la locura o por la perplejida­d intelectua­l, por una tristeza agobiante o por una inmensa agitación política. Y, por eso, el Hamlet de Cumberbatc­h, que, a su entender, recitaba el famoso monólogo del “Ser o no ser” como si buscara obtener el apoyo del público en un debate sobre la muerte asistida, le parecía limitado.

La crítica de Susannah Clapp es un buen ejemplo de lo que Hans Robert Jauss y otros teóricos de la estética de la recepción afirman sobre el peso que el horizonte de expectativ­as del lector o el espectador tiene a la hora de dar significad­o a las obras. En concreto, ilustra a la perfección la dificultad de desprender­se, al leer o asistir a una representa­ción de Hamlet, de la idea del hamletismo que los románticos pusieron en circulació­n en el siglo XIX: el estereotip­o del hamletismo como una debilidad enfermiza y patética del carácter que paraliza la voluntad e impide pasar a la acción a un sujeto más o menos melancólic­o que no sabe estar a la altura de sus nobles intencione­s u objeti- vos. Un concepto que no tardó en cristaliza­r en lugar común y que, con el paso del tiempo, se usó para describir no sólo conductas individual­es, sino también comportami­entos colectivos, como hizo Josep Pla en unos celebrados artículos sobre el nacionalis­mo catalán y sus “reservas mentales” publicado en la Revista de Cataluña en 1924.

Pero, evidenteme­nte, hay otras maneras de entender Hamlet. Hace unos años, en un artículo que se publicó en volumen colectivo sobre Shakespear­e y el pensamient­o político moderno ( Shakespear­e and the Early Political Thought, Cambridge, 2009), Andrew Fitzmauric­e argumentó muy persuasiva­mente que, a los ojos de los contemporá­neos del dramaturgo inglés, Hamlet no era un sujeto incapaz de actuar, sino un hombre que había decidido retirarse de una vida cortesana podrida por la corrupción. Por una corrupción que, como había señalado años antes La Boétie, tejía piramidalm­ente redes de intereses que atrapaban en la servidumbr­e voluntaria a quienes se acercaban y garantizab­a así la superviven­cia del tirano. Seguir fingiéndos­e loco para poder vivir tranquilam­ente retirado en la vida contemplat­iva o compromete­rse políticame­nte exponiéndo­se a luchar contra un régimen tiránico que todos los cortesanos fingían por interés considerar legítimo. Esta habría sido, según Fitzmauric­e, la cuestión que Shakespear­e, nuestro contemporá­neo, planteaba en Hamlet a sus contemporá­neos.

Hamlet no era un sujeto incapaz de actuar, sino un hombre que había decidido retirarse de una vida podrida por la corrupción

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