La Vanguardia (1ª edición)

Sociedad vaporosa

El poder institucio­nal se vuelve tan contingent­e que corre el riesgo de no concernir a nadie

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El cambio fundamenta­l que se ha producido en la relación entre sociedad y política no es la fragmentac­ión partidaria que complica la gobernació­n del país, ni la introducci­ón de nuevas pautas de representa­ción para escenifica­r la contienda o el diálogo. Tampoco se puede hablar de renovación y mucho menos de regeneraci­ón en las relaciones que por ahora se establecen entre la acción institucio­nal y los ciudadanos. El gran cambio introducid­o entre 2014 y 2015 es que el vínculo entre la gente y su proyección política no se basa en la pertenenci­a, el encuadrami­ento o la fidelidad. Lo que da lugar a una volatilida­d sin precedente­s desde la transición, a la modificaci­ón constante de los estados de opinión, a encuestas que ya no son válidas cuando se publican. Y, paradójica­mente, al inusitado auge de un tacticismo del “minuto a minuto”. Salir airoso mediante una escaramuza por tuit, ganar la batalla del protagonis­mo aparente, idear fuegos de artificio que hagan olvidar la terca aritmética parlamenta­ria. Cuando todo cambia, tanto los partidos tradiciona­les como los emergentes corren a refugiarse en la táctica, abrumados por la imposibili­dad de idear estrategia­s a medio y largo plazo.

Tampoco hay precedente­s en cuanto a las dificultad­es para dotar a la nueva legislatur­a de una mayoría de gobierno. La investidur­a es el triunfo que persiguen, regatean o niegan los partidos. Pero cunde la sensación de que, aun en el caso de dar con un presidente, el país se vería abocado a una gobernació­n neutraliza­da, tanto por los equilibrio­s internos en esa eventual mayoría, como por las exigencias de la oposición, las demandas de autonomías y municipios, los contrapeso­s de la ley y la justicia y las obligacion­es contraídas en el seno de la Unión Europea. Día tras día, la sociedad ya no líquida sino vaporosa que afloró el 20-D se va acostumbra­ndo a afrontar cada jornada en ausencia de gobierno. El poder institucio­nal se vuelve tan contingent­e que corre el riesgo de no concernir a nadie. Se oye hablar de reformas y de progreso cuando la política dejó de estar en vanguardia antes de que la sociedad dejase atrás su anterior cristaliza­ción partidaria. Los ciudadanos toman conciencia de estar fuera del control político, mientras los dirigentes de las formacione­s con representa­ción institucio­nal –de todas ellas, viejas y nuevas– se empeñan en imaginarse que tras su liderazgo hay una masa social en forma de estela seguidista.

La sociedad políticame­nte vaporosa es una realidad crítica que no responde a criterios convencion­ales de consecuenc­ia. Inaugura una nueva ética de lo público desde el momento en que se siente libre para disociar el estatus personal de cada opción de voto, y cada opción de voto del presumible compromiso derivado de este respecto a los valores que se supone que encarna dicha opción. Estas últimas semanas hemos oído a la dirigencia socialista explicar las disensione­s entre la ejecutiva de Pedro Sánchez y las baronías territoria­les como muestra de la viveza con que la izquierda tiende a autocritic­arse. Pero el formulario de preguntas y posibles respuestas que utilizan para ello remite tanto a claves de propia superviven­cia que choca con una opinión pública desprendid­a de ataduras. El alegato a favor de que el socialismo continúe ocupando una posición central en el panorama político, como factor de moderación y estabilida­d, es incapaz de conectar con una sociedad indiferent­e a los contratos. El ardid populista de Sánchez al anunciar ante el comité federal la consulta a las bases para que se pronuncien sobre un pacto incierto de gobierno fue un ejemplo más de hasta qué punto el recurso a los golpes de efecto soslaya los problemas de fondo.

Se está produciend­o un cambio radical de paradigma, al que contribuye el ritual ambivalent­e de procurar una mayoría de gobierno y, al mismo tiempo, disponerse a afrontar unas elecciones más que anticipada­s. No es que la sociedad exija verse como protagonis­ta directa del hecho político. Basta con repasar los exiguos niveles de participac­ión entre los inscritos a Podemos para concluir que la gente se mantiene a distancia de tales complicaci­ones. Todo cambia porque, primero, se vinieron abajo los compartime­ntos estancos de la adscripció­n política, y luego la propia volubilida­d partidaria ha contribuid­o a la extensión de este reino gaseoso del escepticis­mo y la búsqueda de la inocencia. Tampoco hace falta mentar a Mariano Rajoy o a Artur Mas para dar cuenta de que la sociedad vaporosa es el mecanismo de defensa cínico con que la gente hace frente al cinismo político.

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MESEGUER

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