El crepúsculo de la soberanía
Los estados están siendo cuestionados por la corrupción, por la incapacidad de transformar nuestras instituciones y por el auge de una tecnología que hace imposible un control efectivo de la identidad individual y colectiva. Hemos pasado de la aseveración “las instituciones importan” a preguntarnos si las instituciones resultan útiles y responden al interés de los ciudadanos o sólo a sus propios intereses. Hemos constatado que la soberanía que reside en el pueblo es una abstracción en manos del Estado, cuando debería ser un mandato claro para plasmarla en leyes y políticas. Resulta paradójico ver cómo territorios reclaman su soberanía mientras sus instituciones se colapsan, no por falta de ella, sino por faltar a su función. Es paradójico que estados fuertes, como es el caso del territorio español, vean minada su soberanía por aquellos que deberían preservarla, debido a la corrupción. Tal es el deterioro del sistema, que las fantasías de la nueva política alcanzan para convencer a los ciudadanos de que es bueno todo cambio que nos venga. Los papeles de Panamá son el ejemplo que nos advierte del crepúsculo de la soberanía, al hacernos visible que el gobierno responsable defendido por las democracias liberales se ha convertido en irresponsable.
Este pesimista diagnóstico no es el resultado de un estado de ánimo, sino el resultado del análisis de una serie de estudiosos del comportamiento político y sus instituciones, como son Francis Fukuyama, Jared Diamond o Amartya Sen. Cada uno en su campo advierte del peligro de no renovar las instituciones democráticas con el fin de evitar su incapacidad para reflejar los cambios que vive la sociedad. Un escenario que aflora en el deficiente equilibrio institucional en el que estamos instalados. En el caso español, la lucha por disputarse las competencias políticas, la gestión de la crisis financiera o la imposibilidad de alcanzar un acuerdo para hacer posible la gobernabilidad del Estado, nos sitúa en manos de los que piensan que la mejor política es una permanente desautorización de nuestras instituciones. Ante esta perspectiva se hace urgente restablecer la legitimidad de nuestras instituciones con fuerzas políticas dispuestas a asumir compromisos, y acuerdos. Partidos capaces de pasar de las reyertas familiares a hacer política para los ciudadanos.