Pol Rodríguez obra un milagro en su ópera prima, ‘Quatretondeta’
El filme, comedia negra de tono mágico, bucea en la tradición de lo mediterráneo
Cuesta dirimir cuál es la poción alquímica que obra el milagro en Quatretondeta, debut en la dirección de Pol Rodríguez y quinta película a competición en el festival de Málaga. Indagar, como hace esta película, en los engranajes de la memoria, la tradición, la relación con las raices y el papel de lo ritual y lo simbólico en la creación de sentido e identidad (individual o colectiva) a menudo conduce a la nostalgia, al cántico reaccionario, a la idealización urbana de lo rural, o, en el mejor de los casos, al costumbrismo folclórico. En fin, a todos esos vicios políticos y morales que conlleva el romanticismo.
En Quatretondeta, Pol Rodríguez convoca todos esos fantasmas relativos a la conexión con el origen y a los invisibles lazos que nos atan a la tradición y al pasado de los nuestros sin que el filme –que toma su nombre de una pequeña localidad alicantina– se convierta en una oda melancólica a ese mundo feudal, analfabeto y polvoriento que fue España hasta hace bien poco. Ni mucho menos.
Hay algo inteligente y sano, de hecho, en la forma en que Pol Rodríguez –que ha sido ayudante de dirección de Agustí Villaronga, José Luis Guerin, Lluís Miñarro, Claudia Llosa y Marc Recha, entre otros– ha compuesto esta fábula sobre el anciano Tomás (José Sacristán), quien roba el ataúd de su esposa para darle sepultura en la aldea de Quatretondeta, mientras Dora (Laia Marull), hija de la muerta, llega de París para repatriar a Francia el cadáver desaparecido. La peripecia, que adopta con determinación los códigos de la comedia negra –Julián Villagrán y Sergi López son los vehículos principales del humor que recorre la película–, descansa sobre bastidores comunes de lo berlanguiano, en todo lo que tiene de farsa mediterránea, pero su sustancia humanista la lleva a un tono menos cínico y más compasivo, en el que se detecta el profundo amor y respeto del director por sus desdichadas criaturas. El despliegue de esta pugna en torno a un cadáver por el agro alicantino resulta en un trasunto pedestre y feliz de El mago de Oz, salpicado de la fantasía alegórica de las fiestas tradicionales de la zona que, en manos de Rodríguez, se convierten en pasajes oníricos de un viaje lleno de prodigios. En él, se irán sucediendo encuentros con el paisanaje oriundo hasta recoser el tapiz rasgado de la memoria, la propia y la heredada, que no es sino una trama de afectos menesterosos de los ritos del duelo y el compromiso. El portentoso José Sacristán, cuya sola mirada expresa todo el estupor del hombre ante el mundo, compite en la distancia con una Laia Marull en estado de gracia, y a la que arrastra a esa persecución extraña, conmovedora y marcada por el innegociable patetismo al que tan a menudo conduce nuestro empeño por dar un sentido a aquello que carece de él. Como el existir y, aún en mayor medida, el dejar de hacerlo.
Esta fábula alicantina la conduce un Sacristán cuya mirada contiene todo el estupor del hombre ante el mundo