La Vanguardia (1ª edición)

La fama, ese mal fardo

La fama desde fuera se percibe como un poderosísi­mo imán, pero desde dentro a menudo es una jaula dorada

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Muere un hombre en el ascensor de su casa, es Prince. A la noticia le suceden las reacciones populares más conmociona­das. Se siente el impacto de perder a una criatura tocada por el genio, capaz de levantar a millones de almas y contagiarl­as con su ritmo hasta conectarla­s por unos instantes con la parte de su yo que más aprecian, la más instintiva, la que sacan pocas veces. Existe una mezcla de lejanía y a la vez proximidad en las muertes de las estrellas musicales, pues en verdad han penetrado en una especie de intimidad universal constituid­a por una colección de instantes en los cuales lograron que mudara nuestro ánimo o nos hicieron tan buena compañía en la medianoche.

Prince lo tenía todo, o mejor dicho, pudo haberlo tenido todo incluso después de haber perdido pie y de vivir la herencia de una fama exaltada cuando treinta años atrás anudó por igual las tripas de megalómano­s y analfabeto­s musicales con su Purple rain. Era un músico colosal, y sus conciertos rompían el tiempo cronológic­o: puro mito vivo. Pero le sobraba un fardo pesado: la fama. No existe peor veneno que el de haber alcanzado una cima, caer de lado, y aun y así enderezars­e como si todo fuera bien. Jugó con su identidad para fastidiar a las compañías discográfi­cas; fue rebelde y respondón, provocador, histriónic­o y lascivo. Era previsible sospechar que detrás de su leyenda pesarían toneladas de soledad, y una se lo imagina atravesand­o las estancias de una vivienda de 25.000 metros cuadrados en la que, en los buenos tiempos, llegaron a trabajar cien personas. A las estrellas caídas siempre las acaba encontrand­o muertas alguien del servicio, así ocurrió con Michael Jackson o Amy Winehouse, por citar dos casos recientes. Qué estropicio el haber alcanzado la gloria y tener que arrastrarl­a el resto de la vida junto a la incomodida­d de sentirse juzgado o esquinado.

La fama nos atrae, nos sustrae, nos obsesiona incluso, pero pocas veces se ha enfocado el problema con perspectiv­a: desde fuera se percibe como un poderosísi­mo imán, pero desde dentro a menudo es una jaula dorada. Edgar Morin explicaba en su clásico ensayo sobre el estrellato la relación bidireccio­nal entre este y su público: “La estrella es diosa. El público la convierte en tal. Pero el star system la prepara, la adereza, la forma, la fabrica. La estrella responde a una necesidad afectiva o mítica que no es creada por el star system. Pero sin el star system, esta necesidad no encontrará sus formas, sus apoyos, sus afrodisiac­os”.

Así, las celebridad­es llegan a tener un côté sagrado, y su muerte trágica –como la de Prince– renueva uno de los ritos mágicos más arcaicos y universale­s: el sacrificio, el saldo negativo de una vida glorificad­a.

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