La Vanguardia (1ª edición)

Llamar o no la atención

La niña planta una pantalla en la mesa y las voces chillonas de la película invaden el restaurant­e

- Joaquín Luna

Yo soy de los que se comerían a los niños (me da igual en tataki, crudos o vuelta y vuelta). Lo malo es que los niños tienen padre y madre e incluso abuela, padrino y una Carta de Derechos Universale­s que impide decirles, por ejemplo:

–Niña, acábate el lenguado que te han hecho a toda prisa para ahorrarse la lata de tus padres y baja ya el volumen de esa película infantil mal doblada, que molestas.

Sábado por la noche en Palamós. Restaurant­e acogedor, pescado fresco, buen servicio. Sala pequeña. A eso de las diez y media de la noche desembarca una familia (dos abuelos, matrimonio y niña de unos diez años). Supongo que meten prisa, porque el pescado de la niña llega primero y en solitario. A los cinco minutos, la comensal planta una pantalla entre las copas y el plato. Las voces chillonas de la película invaden el comedor: es la revancha de la criatura.

La familia se hace el longuis, como haría hoy Xavier Sala si alguien le preguntara qué hacía en Guinea Ecuatorial disertando sobre educación en uno de esos foros con blancos que tanto le gustan –y se pasa por el forro– a Papá Obiang, al que un puñado de maleducado­s le han impedido alcanzar el 100% de los votos en las elecciones del domingo. ¡Tras 37 años de desvelos!

Nos fuimos del restaurant­e sin palabras para no molestar a la familia y respetar su intimidad, aunque no nos hubiera importado escuchar antes de alguno de los adultos: –¿Les molesta el volumen? Yo soy poco de recriminar estas cosas a desconocid­os porque pienso que hace cascarrabi­as. Supongo que dentro de nada la niña de la pantalla a todo volumen será de las que estiran las piernas en el tren –con el sencillo método de poner los pies sobre el asiento de delante– y se extrañará mucho si alguien le dice:

–¡Qué cansada debes de estar, pobre!

O bien cuando coincido con dos jóvenes fumando en el metro, como hace unos días pasada la medianoche: –Yo también fumo, colega... Uno calla porque se necesita mano izquierda para la bronca –y una buena derecha– y se dice que ya les suspenderá la vida, a falta de aquellos abuelos con bastón y mala leche retratados por Serrat: –Niño, deja ya de joder con la pelota. Hoy, el abuelo acompaña al niño tres veces por semana a un campus de fútbol y si la criatura sale cansada le lleva la pelota, la mochila y se acaba la lata de bebida tonificant­e, no sea que la criatura llegue mohína a casa y presente una queja diplomátic­a.

Y ya no les cuento si son niños de mamás divorciada­s. Yo veo que la criatura comete un asesinato sin eximentes o está mirando toros en horario infantil y callo como un miserable, no sea que la madre deje caer una maldición gitana:

–No sabes lo que te pierdes...

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