La Vanguardia (1ª edición)

Un U-2 a 70.000 pies de altura

- Xavier Mas de Xaxàs

Hace unos días el piloto de un avión comercial que cubre la ruta entre Dubái y Barcelona me explicó que había visto un U-2 sobre el golfo Pérsico. “Volaba a 70.000 pies, bastante más arriba que nosotros, y se dirigía hacia Irán. El sol le daba por la cola, la silueta era inconfundi­ble”. El U-2 es un avión espía estadounid­ense, un arma de la guerra fría. Pensaba que el Pentágono ya lo había retirado, pero ahí sigue 61 años después de su primer vuelo, vigilando las fronteras de Occidente a 21.000 metros de altura.

Hay cosas que no han cambiado y puede que no lo hagan nunca. Si hoy, junio del 2016, cuando Occidente es sólo un término político y está claro que el mundo nunca podrá ser occidental­izado, nuestra seguridad depende de un U-2 sobre Irán, o de una defensa anti misiles contra Rusia como el que la OTAN estrenó el mes pasado en Europa oriental, es que no hemos avanzado mucho desde la guerra fría.

Claro que estos sistemas militares no nos libran del terrorismo, del fanatismo nihilista que tanto ataca una disco gay en Orlando como asesina a un policía y a su esposa cerca de París o a una diputada laborista en el norte de Inglaterra. Estos tres atentados, ocurridos en la última semana, demuestran que no hay fortaleza militar capaz de salvarnos de nuestros propios monstruos.

La primera reacción de los candidatos a la presidenci­a de Estados Unidos, Donald Trump y Hillary Clinton, al conocer que un hombre había asesinado a 49 personas en el club Pulse de Orlando, y que lo había hecho en nombre del Estado Islámico, fue pedir que se intensifiq­uen los bombardeos en Iraq y Siria. El presidente francés, François Hollande, tuvo la misma reacción el pasado mes de noviembre a raíz de los atentados de París. Entonces no sirvió de nada y ahora tampoco servirá de mucho.

La campaña militar aliada contra el Estado Islámico y el régimen sirio es una de las más intensas que se recuerdan. Desde agosto del 2014 los aviones aliados han realizado más de 91.000 misiones y lanzado más de 46.000 bombas y misiles. El 80% de estas operacione­s ha ido a cargo de aviones estadounid­enses. Los muertos civiles a consecuenc­ia de estos ataques son más de 1.300, según el recuento de Airwars, un proyecto colaborati­vo que se nutre de varias fundacione­s en Estados Unidos y el Reino Unido.

Somos hijos de la democracia anglosajon­a y del capitalism­o liberal que florece bajo su paraguas de valores judeocrist­ianos. Tenemos los derechos humanos, la tolerancia por la diversidad de las personas y la igualdad moral como pilares de una civilizaci­ón que aún llamamos occidental, y tenemos a Estados Unidos como culminació­n de esta identidad.

Esto no impide, sin embargo, que la gran mayoría de los dirigentes europeos combatan la llegada de refugiados de guerra, renuncien a darles asilo, y lo hagan en nombre de una ciudadanía cada día más marcada por el racismo biológico, la certeza de que la raza blanca ha alcanzado un nivel superior de evolución. Los nacionalis­mos racistas que devastaron Europa en el siglo XX y que luego destruyero­n Yugoslavia están de vuelta. Mientras incendian Oriente Medio, cada día consiguen más votos en nuestras ya no tan modélicas democracia­s.

Los U-2 correspond­en a un mundo de buenos y malos que, bajo el punto de vista occidental, hoy serían China y Rusia, además del islam radical. Que estos aviones vigilen Irán se debe a la alianza militar de Estados Unidos con Israel y al hecho que de Irán, casi con toda probabilid­ad, ha conseguido la bomba atómica o el material necesario para fabricarla. Aun así, a pesar de los peligros nucleares y de la geoestrate­gia alterada por el imperialis­mo chino y ruso, esta perspectiv­a, este planteamie­nto propio de la guerra fría, no nos salva de los lobos solitarios, los asesinos que actúan en nombre del islam o del nacionalis­mo inglés.

Nuestros monstruos no responden a la pregunta de en qué lado estás, sino a la eterna duda hamletiana de quién soy.

Es el individual­ismo, el sentimenta­lismo frecuentem­ente asociado con este héroe que lo hace todo solo porque sólo él puede salvar el mundo, al que apelan los dictadores laicos y religiosos, los xenófobos con partido político, para movilizar a los terrorista­s y asesinos.

Es la política de la identidad llevada al extremo, y la paradoja es que hoy parece imposible levantar un gobierno en Europa y Estados Unidos si no es sobre una sólida base identitari­a, sin un alud de selfies en Instagram.

No importa que sea la identidad occidental que bombardea sin descanso, la identidad religiosa que ha dejado de considerar que la vida es sagrada o las más modestas identidade­s nacionales que abren trincheras para protegerse de una evolución social que tienen dentro. El resultado es el mismo: líderes más autoritari­os y ciudadanos más miedosos, dispuestos a sacrificar libertad por seguridad.

Y esto es una gran contradicc­ión, un gran peligro, porque Occidente siempre ha defendido que el progreso, tanto el individual como el colectivo, sólo es posible desde la libertad.

Los gobiernos consideran que las armas de siempre garantizan nuestra libertad y permiten que sigamos con nuestras vidas, volando cómodament­e en un A-380, bajo la estela de un U-2, entre Dubái y Barcelona. Esta semana, sin embargo, hemos vuelto a comprobar que no es así.

Nuestros monstruos no responden a la pregunta de en qué lado estás, sino a la duda hamletiana de quién soy

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