Los puertos de Barcelona y Valencia
EN el fragor de la campaña electoral suelen reaparecer los viejos fantasmas del enfrentamiento territorial. Algunos políticos temerosos de su suerte creen que todo vale para amarrar un puñado de votos. Incluso alimentar las desavenencias intercomunitarias. La presidenta andaluza, Susana Díaz, ha dado muestras de ello con sus desafortunadas declaraciones sobre hipotéticas consecuencias de una hacienda catalana. Y la reciente firma de un convenio por el que el Ministerio de Fomento anunciaba la inversión de 77,2 millones de euros en los accesos ferroviarios al puerto barcelonés ha causado irritación en Valencia. En buena medida porque, al tiempo, se supo que el Estado había decidido congelar inversiones de la línea Sagunt-Zaragoza, que se considera básica para los intereses logísticos del puerto de Valencia. Ximo Puig, presidente valenciano, clamó el jueves contra este distinto trato y afirmó que “Fomento quiere poner todos los recursos a favor del puerto de Barcelona y en contra del nuestro”. Valencia se siente aislada.
Dicho esto, quizás sea oportuno apuntar unas reflexiones para contribuir a serenar los ánimos, situar el tema en su marco y propiciar un debate constructivo.
El primer apunte es de orden político. Invita a la suspicacia el hecho de que la colaboración en materia de inversiones infraestructurales entre Madrid y Valencia, que ha sido de un signo en los últimos años, cuando el Partido Popular tenía responsabilidades de gobierno estatales y también en la Comunidad Valenciana, se vea ahora reducida cuando manda en Valencia la coalición de PSOE y Compromís. Lo mejor para desarmar tales suspicacias serían unas políticas inversoras equilibradas y constantes, basadas en el análisis racional de las necesidades del país, y ajenas a tácticas de parte. No conviene olvidar en ningún caso que las grandes infraestructuras portuarias o ferroviarias son valiosos instrumentos al servicio de la industria, y no armas arrojadizas en manos de políticos de corto vuelo.
El segundo apunte tiene que ver con la coincidencia de intereses de los puertos del Arco Mediterráneo, que no debería alterarse debido a este rifirrafe político. Es natural y comprensible que haya competencia entre Barcelona y Valencia. Pero hay que mirar más allá y reparar en que lo realmente significativo es que el Arco Mediterráneo concentra una gran potencia industrial que reclama la vertebración de sistemas de transporte y distribución de sus productos. En tales sistemas deben participar, debidamente equipados, tanto el puerto de Barcelona como el de Valencia, también el de Tarragona. Las relaciones de la administración catalana y la valenciana no pueden ser en este sentido más que de franca cooperación. El corredor mediterráneo es un objetivo común y consensuado a escala peninsular y europea, aunque muy demorado, que debe seguir actuando como elemento cohesionador entre estas administraciones. No cabe perderse en peleas de vecindario cuando los intereses comunes son tan manifiestos.
Como barceloneses nos alegramos de que el puerto de nuestra ciudad haya logrado esta inversión, pendiente desde muchos años atrás –dicho sea de paso–, y complementada con otras de las instituciones públicas catalanas. Pero no por ello dejaremos de instar al Gobierno central a que cumpla sus compromisos con Valencia. El eje mediterráneo sólo será digno de este nombre cuando esté a pleno rendimiento y dé servicio a todas las industrias asentadas en ella que lo precisen.