La Vanguardia (1ª edición)

En ocasiones veo monstruos

- Susana Quadrado

Una noche te observas detenidame­nte en el espejo del cuarto de baño y te sorprendes intentando moldear tus rasgos con la yema de los dedos, como si tu rostro estuviera hecho de arcilla. Elevas los extremos de las cejas, lo que endulza la mirada. Tu expresión ahora es despierta, vivaz, para nada el gesto de tristeza anterior. Avanzas hacia los párpados superiores: un leve estiramien­to de los músculos que los soportan y chispean los ojos. La boca: corriges la dirección de las comisuras, tristement­e inclinadas hacia abajo, y el labio superior deja de cabalgar sobre el inferior. Deberías hacer algo con los pómulos. ¡Arriba! Luego la papada, ay, en caída libre: tiras de la piel a la altura de las orejas e intentas acercarla al cráneo. Tiras, tiras, tiras... Te miras, espléndida, qué lozanía. Pero no eres tú. Te das cuenta en el preciso momento en que dejas de jugar con las yemas y abandonas todos los músculos a la posición original. Ahí está tu jeta de siempre en el espejo. Bien, la de siempre no, la de tu último cumpleaños. Haz algo, haz algo, parece decirte a gritos la señora del espejo. Cremas, bótox, pinchazos, láser, bisturí, lo que sea. Si este mes estás más tiesa que la mojama –sin dinero, digo– siempre te quedará la técnica Carmen Sevilla: dos esparadrap­os y ¡a estirarse los carrillos hasta la nuca! No será que no haya opciones para que encajes en el enfermizo ideal de la belleza.

Lo de recauchuta­rse es más viejo que el hilo negro. Será que el instinto de conservaci­ón empuja a casi todos los mortales a perseverar en el fingimient­o, en la máscara. Rostros acorazados, de cartón piedra. Da igual el sexo, la clase social o el nivel de ácido úrico: envejecer no gusta a nadie y quien diga lo contrario miente. De lo que se trata es de engañar al tiempo, a los demás... y a una misma. Que hay quien le pasa el Photoshop hasta a la foto del gimnasio.

Tú prefieres ser tú porque te quieres y te quieren así, con tus penas y alegrías grabadas en esa piel seca tirando a mixta, vulnerable e imperfecta. Con lo mejor y lo peor de los genes de la madre que te parió. Pero, claro, no eres Meg Ryan. No sales en la tele, ni eres una estrella de cine, ni tienes que estar estupenda para ir a galas de teatro, como la de los Tony de esta semana. Meg Transforme­r Ryan. Así la llaman. Pobrecita, si parece un ectoplasma. ¿Pero qué te has hecho, criatura? ¿Te quieres? Leo: afilamient­o de la punta de la nariz, un relleno con grasa en los párpados inferiores, un aumento en el dorso nasal y un lifting en los párpados. Unos retoques tan innecesari­os como la Salchipapa de Leticia Sabater o el reality que prepara Ana Obregón.

En ocasiones veo monstruos, y no soy yo ante el espejo. Al menos, no todavía.

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Misma actriz (2001-2016), diferente cara
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