Más que periodismo
David Gilkey tenía 50 años cuando el pasado día 6 cayó en una emboscada en la provincia de Helmand (Afganistán). Viajaba dentro de un Humvee del ejército afgano, acompañado por su intérprete, Zabihulah Tamana, de 38 años. Murieron los dos y también el conductor, un soldado afgano, víctimas los tres de un proyectil (RPG) lanzado por los talibanes.
Gilkey era uno de los mejores fotógrafos de guerra y su último trabajo fue para NPR, la radio nacional pública estadounidense. Que una emisora como NPR –todo solvencia y excelencia periodística– fiche a un fotógrafo como Gilkey para nutrir su servicio digital dice mucho a favor de los medios de comunicación más innovadores.
Gilkey era norteamericano, de Portland (Oregón) y Tamana era afgano. Cuando sus cuerpos llegaron a la base Shorab, los soldados de la décima división de montaña del ejército de tierra estadounidense formaron una guardia de honor. Gilkey era uno de ellos. Los había acompañado en muchas misiones y fotografiado lo incomprensible.
Desde el 11-S su vida profesional estuvo en los campos de batalla de Iraq y Afganistán, en la Sudáfrica que se desprendía del apartheid, en el Haití del terremoto, la Somalia de la hambruna, la Liberia del Ébola y la franja de Gaza bajo las bombas israelíes.
Reconocía que la cámara facilitaba las cosas. Decía que “te coloca en una zona, te aísla”, y tenía razón. Por eso creo que siempre he envidiado a los fotógrafos con los que he coincidido en las situaciones más complicadas. La cámara, como explicaba Gilkey, “te ayuda a mantener el equilibrio mental para explicar la historia”. He visto a muchos fotógrafos perder este equilibrio a pesar del parapeto de la cámara, pero también he visto a muchos más moverse con mucha soltura, como si no hubiera peligro, controlando el riesgo pero sin dejarse atrapar
Fotografiaba la guerra no sólo para informar sino para provocar una acción de los gobiernos
por el miedo. Sólo desde esta entereza y esta distancia es posible explicar una buena historia, y esto era lo que Gilkey hacía mejor que casi todos.
Los premios reconocían su labor. Un Emmy en el 2007, el George Polk en el 2010 y el Edward R. Murrow en el 2015, entre otros muchos, formaban parte de su palmarés. Él, sin embargo, no les hacía caso y afrontaba cada historia como si fuera la primera y la última. Se esforzaba por aflorar la dignidad en los rostros más afligidos y conseguía que las personas que veían sus fotos conectaran con la realidad de los protagonistas escondidos detrás de los titulares que anunciaban las desgracias. Ahí estaba, por ejemplo, Ahmed Samui, un joven palestino de Gaza de 16 años que en el 2009 pasó varios días haciéndose el muerto entre los cadáveres de sus familiares, víctimas de un ataque israelí contra la casa en la que se refugiaban. Tenía demasiado miedo para salir porque los israelíes patrullaban la zona. Gilkey le hizo un retrato, un primer plano, con medio rostro en penumbra, todo el horror condensado en el ojo que absorbía la luz.
“Esto es más que periodismo”, solía decir. “No es cuestión de limitarse a sacar fotos y pasar la información. Todo gira en torno a la capacidad que tenemos para cambiar las cosas y debemos preguntarnos si las imágenes que tomamos, las historias que escribimos tienen la fuerza suficiente para cambiar la mentalidad de nuestros conciudadanos, para provocar una acción en nuestros gobiernos”.
Al conocer la noticia de su muerte, el secretario de Estado norteamericano, John Kerry, dijo que Gilkey “era más que un gran fotógrafo. Era un gran narrador de historias que entendió el poder de la imagen para fortalecer el poder del conocimiento”.