La Vanguardia (1ª edición)

Durmiendo en una favela

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Son las dos de la madrugada y el vecino tiene montada una fiesta en la calle con unos colegas. Imagino que están en fase de repliegue porque suena, en un radiocaset­te, la reposada Samurai de Djavan. Eso o se han quedado planchados después de fumarse medio kilo de marihuana per cápita porque el olor invade toda la calle Juan Pablo II de la favela de Vidigal. En la terraza de uno de los pisos estoy con Edgar Costa, un periodista de Sant Just que vive aquí, trabaja aquí y duerme aquí, en esta favela. Estamos tomando una caipiriña que ha preparado con arte carioca: lima cortada y prensada para expandir el zumo, azúcar al gusto, cachaça Velho Barreiro, hielo y unas gotas de maracuyá. Remover y a disfrutar de la vista que te arregla la miopía: las playas iluminadas de Ipanema y Leblon y el Pao d’Açúcar que contrasta con el puzzle de pisos sin ton ni son que forman una favela. Los vecinos, a pesar de que la música sigue a ritmo bossa-nova, gritan. Nadie en el vecindario se queja. “No hay respeto a la privacidad”, alerta Edgar. Es cierto. En el exterior de uno de los bares ya cerrado en la entrada de la favela dos máquinas recreativa­s vintage se han dejado conectadas en la calle y suena la música a toda pastilla. Nadie protesta. Ni nadie lo va a hacer. Pero en Brasil la vida no pasa por el interior de las casas. Está fuera. “Aquí en Vidigal cuando juega el Flamengo o la selección la tele se planta en la calle y se organizan graelhadas para s ver el fútbol. La gente tiene móviles de última generación, television­es de plasma pero, en cambio, se le cae la casa a pedazos”. En las favelas es evidente. Nadie invierte en sus pisos. No pagan nada. Ni luz, ni agua ... Nada. Edgar sólo paga la telefonía. “De hecho las facturas las voy a buscar a la plaza de la favela a un camión porque aquí no se reparte el correo”. Edgar Costa vino a Río en el 2012. Tenía billete de ida y vuelta y no volvió. Se enamoró de esta ciudad que enamora. Ya había venido en el 2007 en una convención del Fondo Internacio­nal de Cooperació­n cuando era concejal del Ayuntamien­to de Sant Just. Lo fichó una productora de televisión y se compró un piso en esta favela justo en la ladera del barrio de Leblon. Le costó 40.000 reales, unos 13.000 euros.Y lo hizo por la variedad cultural que hay en la favela: teatros , exposicion­es...”. Edgar trabaja de free-lance y se ha especializ­ado en manifestac­iones, protestas y política brasileña. Es madrugada en Río y, en el piso de Edgar, se oye el ronroneo de su gata Marmita y los gritos de los vecinos que han reanimado la fiesta y atacan ahora con samba. Edgar se encoge de hombros: “No se puede hacer nada”. El ruido y la dudosa salubridad sorprenden. Hay mucha suciedad. La falta de higiene en las calles es comprobabl­e en un riachuelo que baja por entre medio de la favela. Mejor no preguntar, ni observar, ni oler qué es lo que por ahí baja. En cambio es un lugar, explica Edgar, “de enorme capacidad solidaria”. Una favela nace de la nada. De gente que llegó a Río y que no se pudo pagar un piso y empezó a construir en la montaña sin que nadie se quejase. “El problema arranca en la falta de control y orden. Y entonces llegan los liderazgos populistas, el dominio de las calles, el comercio de drogas, las armas y las bandas. Que si el Comando vermelho, que si la ADA, grupos que controlan unas favelas y que quieren absorber las otras”.

Amanece. Las vistas a las nueve de la mañana son más espectacul­ares que las de la noche. En el piso de Edgar (dos habitacion­es, cocina americana y baño), el privilegio es contrastar el océano con los tejados destartala­dos del vecindario. Me entran ganas de saludar el día con una orquesta de trompetas, tubas y oboes enfocados a los queridos vecinos que ahora duermen. Pero no. Edgar me acompaña a la salida. Una colombiana nos saluda cuando llega de trabajar del metro, un vecino sonríe mientras va a arreglar no se qué y una chafardera me remira preguntánd­ose ¿y este quién es? Cuando llegamos a la Pasarela do 14 ,la policía pasea con un rifle asomando por la ventana del coche como queriendo demostrar que Vidigal es una favela pacificada. Y Bom dia Rio de Janeiro.

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. Edgar Costa, periodista catalán, en la terraza de su piso en la favela de Vidigal
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Jordi Basté

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