El pregón (y el sermón): postal
En los tres mástiles que coronan el edificio del Ayuntamiento de Gràcia sólo luce una bandera: la del barrio. El balcón, engalanado con el preceptivo damasco, se prepara para el pregón. Pero, un minuto antes de la hora prevista, y desde un balcón del edificio contiguo, se proclama el pregón pirata de una fiesta popular concebida al margen de las instituciones. Por los altavoces suena una arenga, defectuosamente leída, que aúna los grandes éxitos del asamblearismo alternativo: feminismo, denuncia del esclavismo hotelero y la Barcelona podrida del turismo, la especulación inmobiliaria y la opresión patriarcal. No es un pregón: es un sermón. Pero a nadie parece sorprenderle la interferencia protocolaria ni frases que dinamitan la tiranía del género, como (sic) “Els manters també som refugiades”.
El ritual oficial, pues, empieza con retraso y con la salida al balcón de la comitiva de concejales informalmente vestidos, liderados por una Ada Colau que, con incómodo fair play, se resigna a una pitada y una bronca no unánimes, pero sí mayoritarias. Ni la geganta ni los guardias atrapados por el anacrónico uniforme de gala se inmutan. Se suceden los parlamentos, incluido uno que
Ada Colau se resigna a una pitada y una bronca no unánimes, pero sí mayoritarias
le envía un caluroso abrazo a nuestro compañero Lluís Sierra. Finalmente toma la palabra la pregonera, Imma Sust, que se define como “comunicadora i botiguera” (de una tienda de objetos eróticos). Acelerada, emocionada y estridente, alterna la pincelada retrospectiva, la colleja reivindicativa y un populismo combativo coherente con el género del pregón. Aprovechando la presencia de Colau, reclama líneas de autobús sin manadas de guiris y que Alfonso, que duerme en una sucursal bancaria, sea el futuro presidente de la República Independiente de Gràcia. El tono de Sust rezuma una energía cabaretera que es recibida con simpatía por los asistentes, los amigos (Joan Spin, Pere Mas) y los familiares (como mínimo, una tía).
Colau declara inaugurada la fiesta en tono de trámite y los trabucaires marcan cuál será el nivel de contaminación acústica de los próximos días. A esta hora Gràcia aún pertenece a sus vecinos. A los grupos de percusionistas y grallers. A las comisiones de fiestas, escuelas de futuros manitas y virtuosos del entusiasmo. A los heladeros japoneses o italianos, que hacen su agosto. A los vendedores de productos biopasionales con alma (como si los bocatas del Curuba o los tiramisús del Nabucco no tuvieran alma). A los padres que llevan a sus hijos a hombros. A los niños de rodillas peladas, que compiten a ver a quién suma más picaduras de mosquito. A los pancartistas, empeñados en utilizar caligrafías ilegibles. A los jóvenes, que en su mayoría se llaman Alba y Roger, pero que encarnan un modo de ser jóvenes que huye de tópicos generacionales. Y a los que no pueden evitar hacer fotos y vídeos con un furor que obliga a preguntarse: si todo el mundo hace fotos y vídeos, al final en las fotos y en los vídeos sólo saldrá gente haciendo fotos y vídeos, ¿verdad?