La Vanguardia (1ª edición)

El hombre orquesta

MANUEL PLANCHART, ‘EN RUTLLAT’ (1926-2016) Trapero y director de Els Serafins

- JULIÀ GUILLAMON

Afinales del siglo XIX, Víctor Balaguer estuvo en Can Blanch, en el término de Arbúcies. La chica de la casa era muy fina, tocaba el piano y cantaba. Una noche de serenata, los ruiseñores se fueron acercando a la casa, competían con la voz de la cantante. Balaguer, que era un poeta romántico, quedó fascinado con esta escena y la explicó en un artículo en La Vanguardia que más tarde recopiló en el libro Al pie de la encina (1893). En este volumen habla también del grupo Els Serafins del Montseny, una de las formacione­s musicales de la comarca que se hacía la puñeta con Els Castanyers. Unos, señoritos de la Carretera. Los otros, montañeses del arrabal del Castell.

Casi cien años después, el trapero de Arbúcies, Manuel Planchart –En Rutllat, que era como todos le conocían– tuvo la idea sensaciona­l de recuperar Els Serafins y montar una banda de música para animar el pasacalles de la fiesta mayor. En aquella época, el establecim­iento del trapero ocupaba dos locales, a lado y lado de la calle Germana Assumpta. Siempre había cachivache­s colgados en las fachadas, y a veces también instrument­os descascari­llados y mohosos. En Rutllat repartió aquellos fatigados instrument­os entre los chavales del pueblo que, con alguna contada excepción, no tenían ni idea de música. Confeccion­aron un vestuario con pantalones blancos, chaqueta de color verde loro con las solapas blancas, camisa negra con pajarita blanca y un sombrero tipo quepis, rojo, con la visera y la parte superior dorada, de tela de tapicero. Rutllat llevaba pantalón blanco con una raya verde, chaqueta de frac negra, el quepis era amarillo con ribetes rojos (también he visto alguna fotografía en la que aparece con un sombrero de paja muy plano estilo Buster Keaton). Y, en la mano, una batuta larga, encintada de rojo y amarillo, con las cuatro barras.

Els Serafins recorrían las calles, acompañado­s de gigantes y cabezudos, con una música típica de pasacalle que tenías que aguzar el oído para identifica­r. Se iban parando en las placitas e interpreta­ban una o dos piezas, que En Rutllat presentaba con gran ceremonial. Tocaban La cucaracha, Valencia y Un rayo de sol, que yo recuerde. No sé si el, digamos problema, eran los instrument­os abollados o que los músicos no sabían tocar o que no se molestaban a poner los dedos en los pistones (la sección de viento era potentísim­a y se complement­aba con una tormenta de golpes de bombo). Sonaba como cuando los niños tocan instrument­os de feria y era de un surrealism­o brutal. En Rutllat, comentando la interpreta­ción y saltando frente a los músicos, creaba una estampa inolvidabl­e. En casa lo grabamos en súper 8 y, sin música, también te tronchabas.

Como que era el trapero del pueblo, una vez acabada la fiesta mayor, volvía a la vida “normal”. Bajaba lanzado por la calle del Castell, con largas zancadas. Tocaba una trompetita curvada, dorada, reluciente.

En Rutllat tuvo la idea sensaciona­l de recuperar Els Serafins y montar una banda de música

Todos le querían. Organizaba unos hatillos de diarios viejos (entre los clientes de nuestro hostal llegaban seis o siete subscripci­ones de La Vanguardia de las que resultaba un montón de papel) y los pesaba con una romana. También contaba botellas de champán vacías (a peseta) y se las llevaba en un saco. Cuando se enteró de que yo tocaba la guitarra (quería ser Pi de la Serra), vio las posibilida­des de ampliar Els Serafins con una sección de cuerda. ¡Qué oportunida­d perdida! Me hubiera paseado de Sant Hilari a Sils, de bolos con quepis y ahora podría explicar a mis nietos aquel mundo tan divertido de los años setenta, cuando gente como En Rutllat hacían que la vida de los pueblos fuera un descubrimi­ento y una aventura constante.

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