La Vanguardia (1ª edición)

Nadadores

- Joan Josep Pallàs

Se va Michael Phelps y deja un vacío enorme en la natación, como si se llevara el agua con él y nos legara una piscina desierta. Los bañadores de competició­n regresarán a su invisibili­dad habitual y sólo reflotarán de nuevo hacia la superficie mediática global con motivo de los próximos Juegos. Y sin Phelps todo será más difícil. Es una lástima.

La natación de élite es un deporte al que la palabra sacrificio no hace justicia. Phelps, que empezó a entrenar a los siete años, solía alcanzar los 70 kilómetros semanales cuando estaba en la fase decisiva de sus preparacio­nes olímpicas. En realidad quien dice Phelps dice cualquier nadador/a de los que han competido en Río. Si el americano ha llegado siempre antes a la pared es porque nació medio pez.

Nadar bajo techo no es una actividad divertida. Tiene otras virtudes, pero no esa. Es esencialme­nte una experienci­a en solitario en la que el cuentakiló­metros va sumando sin una sola concesión paisajísti­ca: cabeza hacía abajo, fondo azul claro, línea continua oscura, corcheras a ambos lados… 50 metros, viraje. Otra vez la línea continúa en el suelo de la piscina, otros 50 metros, viraje… y así hasta el infinito. Nadie con quien charlar. Es una inmersión psicológic­a de resistenci­a: tú, tu cabeza y tu respiració­n. Para la inmensa mayoría, un castigo. Para otros, su normalidad.

Quien escribe este artículo entrenó durante unos años con Sergi López en el Club Natació Atlètic de Nou Barris, en la calle Sant Iscle, entre Virrei Amat y el Turó de la Peira antes de que el barrio se hiciera pedazos atacado por la aluminosis. Era la Barcelona preolímpic­a. El Cuéntame de la periferia trabajador­a. Estábamos a punto de entrar en los ochenta. Los dos éramos bracistas. Él mejor que yo, por supuesto. Su madre (una heroína, como todas nuestras madres en aquellos tiempos) conducía un Mini de la época (olvídense de la versión aumentada actual) en el que nos metíamos cinco, seis y hasta siete niños para ir a competir los fines de semana. La piscina del Sant Andreu, la del Horta, la del Catalunya…

La natación, más allá de la tiranía del cronómetro, es altamente recomendab­le: relaja y tonifica

Sin aire acondicion­ado, sin cinturones de seguridad, con ese olor a escay mezclado con el cloro… Yo me rendí.

Me bajé de aquel coche antes de entrar en la adolescenc­ia. Demasiada exigencia. Uno no sabe lo que es un entrenador disciplina­do hasta que se topa con uno de natación. Algunos de aquellos niños se pasaron al waterpolo. Otros ni eso. Sergi continuó. Vaya si continuó. Fue emocionant­e verle triunfar con el bronce en los 200 braza de Seúl 88. Y ha sido casi poético redescubri­rlo como selecciona­dor de Singapur, como maestro por tanto de Schooling, el único tipo capaz de robarle un oro a Phelps en los Juegos de Río.

La natación, más allá de la tiranía del cronómetro de las grandes figuras, es altamente recomendab­le. Relaja, tonifica y aísla del mundo. De la piscina siempre se sale limpio de cuerpo y mente. Con un poco de suerte de repente visitan a sus practicant­es ideas brillantes que aplicar en la vida o en el trabajo. Afortunada­mente le falta marketing (si a los que corren les llaman runners a los que nadan, por suerte, aún nadadores). No hay mejor espacio para reunirse con uno mismo. Hasta Don Draper apagaba el Lucky en el cenicero y se ausentaba de vez en cuando del despacho para aclarar sus ideas, quemar parte del alcohol consumido y conectar con ese recóndito y diminuto rincón intacto de sus pulmones con el que sincroniza­r su respiració­n ejecutando unos largos.

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