La Vanguardia (1ª edición)

Cuatro años después, Andreu

- Jordi Basté Enviado especial

El chaval aguanta el llanto frente a la cámara, pero mi ángulo de visión no miente. Entonces se aparta la cámara. Ni la televisión ni el marcador del pabellón emiten ya su rostro. Se abraza al entrenador en la soledad de su tristeza y, ahora sí, echa unas lágrimas que no se puede aguantar. Lo veo y me duele. Me duele tanto que presiento a un deportista de Ucrania como si fuera mío. No tengo ni idea de quién es. El marcador me echa una mano. Oleg, se llama. Oleg Verniaiev. ¿Debería saber quién es? Claro pero, lo siento, es la primera vez en mi vida que sé de él.

Su llanto es tremendo. Sigue llorando y ha acabado el ejercicio hace dos minutos. El gimnasta ha metido mal la mano en una parte de la barra del caballo con arcos y el ejercicio se le ha ido a hacer puñetas. La mano de las narices. La barra. El caballo. Todo por los aires. La insoportab­le gimnasia que amontonó traumas de chavales en las escuelas. Ese plinton asqueroso, el antipático potro, aquellas barras donde te obligaban a hacer el pino temiendo por tus cervicales, por los musculos flexores de las muñecas, por los abductores o por el sóleo….. Hay toda una generación que odiamos aquella gimnasia. Y hoy, en el Arena de Río de Janeiro, detesto más que nunca el caballo, sus arcos y su barra canalla.

Veo al chaval en primer plano, está muy cerca de mi lugar en la grada. Oleg Verniaiev, blanco lechoso, se queda inmóvil viendo la siguiente actuación: la de un británico con moño que se llama Louis Smith y que hace un ejercicio, para desgracia nuestra, impecable. El entrenador de Oleg no le dice nada. Ignoro la psicología del gimnasta, la de su entrenador y la de los ucranianos, pero Oleg está hundido en su propia miseria. Apoya la cara en las manos y los codos sobre los muslos. Estoy a punto de saltar a la pista y colgarle la medalla de oro. Cuatro años para esto. Por la mala posición de la mano: un error, un mísero error y el sueño de medalla en el caballo con arcos se desboca por los aires.

Siempre me hablaba de esta injusticia Andreu Vivó. Cada vez que veo gimnasia me acuerdo de él. Le echo mucho de menos y la gimnasia, también. Era su mejor embajador. Andreu me comentaría la colocación de la mano, del error técnico. Y yo le hablaría de la humanidad. Porque la gimnasia parece inhumana. Los deportes de equipo acostumbra­n a tener margen de derrota y su derrota es tribal. En la gimnasia, no. Santa Bárbara se menta tan sólo cuando hay tormenta. Es decir, cada cuatro años.

Bajo a la zona mixta, quiero saludar al chaval, decirle que tranquilo, que ánimos, pero pasa de largo. No está para nadie. Veo a su entrenador. Le pongo cara de pena, de horror .... “Llegar aquí tiene mucho mérito. Si usted fuera gimnasta en Ucrania, lo entendería todo. Estamos igual desde hace tres Juegos. Para entrenar, nuestros gimnasios son un desastre y los centros de rehabilita­ción están bajo mínimos. Competimos en una situación lamentable. Por eso somos de los equipos con más lesiones de Europa”.

El llanto de Oleg iba más allá de la mano o del dedo. Me contaba Andreu que es angustiosa la autodiscip­lina que se crea. Una exigencia desmesurad­a porque les va el éxito, pero también el dinero. Dependiend­o del resultado, la ayuda aumenta. Más arriba, más pasta. Y claro, horas y más horas en un gimnasio. O tienes el carácter ganador de Gervi Deferr o te hundes.

Hoy me siento muy cómplice de la gimnasia y de tantos otros deportes camuflados entre unos paréntesis de cuatro años. Recuerdo hoy a Andreu y me fastidia que la última vez que escribí de él fue para despedirlo cuando no volvió de una excursión al Collbaix hace ya tres años. La penúltima hace cuatro, en los Juegos de Londres, donde recordé la frase que, con mala leche, siempre me decía: “Quedamos de aquí cuatro años”. Cuánta razón tenías, Andreu. Hoy la pena de Oleg es mi mejor recuerdo para tu ausencia en Río.

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DMITRI LOVETSKY / AP Un salto de Oleg Verniaiev, de Ucrania
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