Breve intento de anuncio de café
Un placer accesible: quedar con un amigo para almorzar o cenar en un restaurante que ninguno de los dos conocéis y llegar bastante antes de la hora prevista. Tomas posesión del lugar, te adaptas a la luz, a los delirios de grandeza o a la sobriedad espartana del interiorista, y haces una auditoría visual recreativa del local. Te fijas en los jarrones con flores artificiales estrafalarias, que recuerdan un peinado de Tina Turner, en las sillas, obsesivamente desparejadas, en las paredes de obra a la vista y las columnas y los ventiladores de techo, medio coloniales, medio neoyorquinos. Es un momento de plenitud low cost: saboreas la inminencia de la cita sin prisas, con la dosis justa de aburrimiento.
Observas a los clientes que han elegido el mismo restaurante, sobre todo a los que, igual que tú, también esperan a alguien. Y te encanta cruzar tu mirada con la de una mujer atractiva, con cara de desear divorciarse y no saber cómo, y que se pone tensa cuando llega su marido, un ejecutivo de piel barnizada de pantone Formentera, con pinta de runner liofilizado, de esos que dejan las llaves y el móvil sobre la mesa haciendo el máximo ruido posible. Te esfuerzas en aguzar el oído y chismorrear la conversación, y para que no se note te escondes detrás de la carta. Te entretienes imaginando los platos que no deberías pedir por prescripción médica, pero ser espía no es lo tuyo: tendrás que ir al otorrino porque sólo te llegan palabras sueltas como “aeropuerto”, “cargador” y “WhatsApp”.
Es un momento agradable: tú, a solas con las aceitunas bastardas que te han traído y no te atreves a probar porque según la leyenda cada una contiene el equivalente calórico de una bomba atómica. Pides la carta de vinos para saber qué vino no podrás tomar e intentas interpretar el criterio geométrico que establece las distancias entre cubiertos, copa y servilleta (por cierto: el cuchillo y el tenedor ¿van a la derecha o a la izquierda?). Son minutos basura, que carecen de relevancia biográfica pero que tienen el encanto de subrayar el valor de la pausa existencial contemplativa. Pueden ser diez, doce, quince minutos, en función de lo puntual que sea tu acompañante. Cuando llegue, con la lengua fuera, atribuirá el retraso al tráfico (inexistente en agosto). Con calma budista, tú le dirás que no pasa nada. Pero él insistirá: querrá explicarte por qué está tan liado, porque tiene jet lag, o está entre dos viajes, o supervisando obras de primera o segunda residencia, o acabando una tesis, o a punto de abrir una clínica dental o de comprar una menorquina (?). Y entonces te darás cuenta de que a los que siempre llegáis con bastante antelación a todas partes y tenéis una vida tirando a aburrida nadie os pregunta nunca por qué llegáis siempre innecesariamente pronto. Y pensarás que quizás estaría bien contarlo en un artículo, con la secreta esperanza de que la mujer atractiva, que a estas alturas ya le habrá comunicado al liofilizado que quiere el divorcio, lo lea, se reconozca y, mientras saborea el primer nespresso de este jueves, sonría.
Te entretienes imaginando los platos que no deberías pedir por prescripción médica