La Vanguardia (1ª edición)

Breve intento de anuncio de café

- Sergi Pàmies

Un placer accesible: quedar con un amigo para almorzar o cenar en un restaurant­e que ninguno de los dos conocéis y llegar bastante antes de la hora prevista. Tomas posesión del lugar, te adaptas a la luz, a los delirios de grandeza o a la sobriedad espartana del interioris­ta, y haces una auditoría visual recreativa del local. Te fijas en los jarrones con flores artificial­es estrafalar­ias, que recuerdan un peinado de Tina Turner, en las sillas, obsesivame­nte desparejad­as, en las paredes de obra a la vista y las columnas y los ventilador­es de techo, medio coloniales, medio neoyorquin­os. Es un momento de plenitud low cost: saboreas la inminencia de la cita sin prisas, con la dosis justa de aburrimien­to.

Observas a los clientes que han elegido el mismo restaurant­e, sobre todo a los que, igual que tú, también esperan a alguien. Y te encanta cruzar tu mirada con la de una mujer atractiva, con cara de desear divorciars­e y no saber cómo, y que se pone tensa cuando llega su marido, un ejecutivo de piel barnizada de pantone Formentera, con pinta de runner liofilizad­o, de esos que dejan las llaves y el móvil sobre la mesa haciendo el máximo ruido posible. Te esfuerzas en aguzar el oído y chismorrea­r la conversaci­ón, y para que no se note te escondes detrás de la carta. Te entretiene­s imaginando los platos que no deberías pedir por prescripci­ón médica, pero ser espía no es lo tuyo: tendrás que ir al otorrino porque sólo te llegan palabras sueltas como “aeropuerto”, “cargador” y “WhatsApp”.

Es un momento agradable: tú, a solas con las aceitunas bastardas que te han traído y no te atreves a probar porque según la leyenda cada una contiene el equivalent­e calórico de una bomba atómica. Pides la carta de vinos para saber qué vino no podrás tomar e intentas interpreta­r el criterio geométrico que establece las distancias entre cubiertos, copa y servilleta (por cierto: el cuchillo y el tenedor ¿van a la derecha o a la izquierda?). Son minutos basura, que carecen de relevancia biográfica pero que tienen el encanto de subrayar el valor de la pausa existencia­l contemplat­iva. Pueden ser diez, doce, quince minutos, en función de lo puntual que sea tu acompañant­e. Cuando llegue, con la lengua fuera, atribuirá el retraso al tráfico (inexistent­e en agosto). Con calma budista, tú le dirás que no pasa nada. Pero él insistirá: querrá explicarte por qué está tan liado, porque tiene jet lag, o está entre dos viajes, o supervisan­do obras de primera o segunda residencia, o acabando una tesis, o a punto de abrir una clínica dental o de comprar una menorquina (?). Y entonces te darás cuenta de que a los que siempre llegáis con bastante antelación a todas partes y tenéis una vida tirando a aburrida nadie os pregunta nunca por qué llegáis siempre innecesari­amente pronto. Y pensarás que quizás estaría bien contarlo en un artículo, con la secreta esperanza de que la mujer atractiva, que a estas alturas ya le habrá comunicado al liofilizad­o que quiere el divorcio, lo lea, se reconozca y, mientras saborea el primer nespresso de este jueves, sonría.

Te entretiene­s imaginando los platos que no deberías pedir por prescripci­ón médica

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