Cosas que nunca sucedieron
Aveces me escribe la infancia una postal: ¿Te acuerdas?”. En su libro Previsión del tiempo , el escritor alemán Michael Krüger resume con contundencia poética la imposibilidad de dejar de ser lo que fuimos y cómo las imágenes activadas por la memoria nos devuelven a ese niño que se niega a irse del todo. “La infancia dura más que la vida…”, decía, enigmática, Ana María Matute. Uno siempre regresa con miedo a los lugares que recuerda de manera idealizada, como si la distancia y el tiempo transcurridos, las personas en que nos hemos convertido y que ahora somos, nos fueran a escamotear aquello que rememoramos como un tiempo feliz. Como si de pronto pudiera ocurrirnos lo que al personaje creado por Manuel Rivas en La lechera de Vermeer ,a quien la misteriosa luz del cuadro le devuelve la imagen de la madre y con ella el recuerdo terrorífico de “cosas que nunca sucedieron”.
El relato del escritor gallego forma parte del volumen de cuentos ¿Qué me quieres, amor?, en cuyas páginas también descubrí a Don Gregorio, el viejo maestro republicano de un pueblo perdido en la Galicia rural que educa a sus alumnos en el estímulo de la curiosidad y la libertad. El protagonista de La lengua de las mariposas es ese profesor que todos habríamos querido tener, honesto y bondadoso, que invita a pensar y a descubrir lo que se siente por uno mismo. Lo reencontré tiempo después en la adaptación cinematográfica de José Luis Cuerda. Y la escena final, cuando Don Gregorio –ahora asomado a través de los ojos angustiados de Fernando Fernán-Gómez– es apedreado e insultado por Gorrión (su alumno) mientras es conducido al camión por los nacionales, volvió a despertarme un astilloso sentimiento de rabia. La nostalgia de una época que no pudimos vivir porque nos fue robada.
Gorrión tenía motivos para estar asustado la primera vez que fue a la escuela. Su padre le había metido la idea de que los maestros pegaban… Y algunos lo siguieron haciendo durante muchos años. En otro pueblo perdido del Pirineo de Huesca, varias décadas después los niños aún se ponían papeles de periódico en la culera de los pantalones para amortiguar los golpes que les propinaba un maestro que había perdido la razón en la amargura de una vocación fracasada; asistían aterrorizados a las lecciones de “educación sexual” en las que, como en una caseta de feria, la gran atracción era un feto que conservaba en formol fruto de un aborto de su esposa. O, el colmo de la crueldad, se veían obligados a hacer larguísimos viajes por carreteras endiabladas cuyo destino era una derrota segura: les obligaba a participar en una liga de balonmano, como unos campeones, pero como la pelota tenía que durar sólo la podían tocar el día del partido.
Pero estas postales no evocan sólo pasajes perturbadores. La infancia en el mundo rural se vive sin apellidos y uno aprende pronto a relacionarse con lo sensible a través de la naturaleza, a trajinar con la realidad, a compartir gozos y tristezas insondables, a hacer amigos, a dejarse tocar por la belleza y a percibir el mundo independientemente de lo que se sabe.
La infancia en el mundo rural se vive sin apellidos y uno aprende pronto a relacionarse con lo sensible a través de la naturaleza