La Vanguardia (1ª edición)

Récords sin marca

- Santiago Segurola

Se suceden los récords en la pista de Río, algunos de proporcion­es históricas. De esa magnitud fueron las proezas del sudafrican­o Van Niekerk en los 400 metros y la etíope Ayana en los 10.000. Derribaron marcas que les convirtió inmediatam­ente en míticos del atletismo. ¿Y del deporte? Eso no está tan claro. En otros tiempos los campeones olímpicos tenían la trascenden­cia asociada a sus hazañas en los Juegos. En Río de Janeiro se ha difuminado un poco esa sensación de grandiosid­ad. Falta algo. Falta ese intangible que tanto pesa sobre la historia. Falta el símbolo. Falta la llama olímpica.

No hay una sola imagen de los campeones de estos Juegos revestida con la llama. Puede que aparenteme­nte no sea importante, y hasta es posible que sea un asunto irrelevant­e. Estamos en el siglo XXI y ahora se disputa el mountain bike y otras novedades que De Coubertin jamás imaginó. En la edad de internet, las prioridade­s parecen otras, más relacionad­as con audiencia y la inmediatez que con antigualla­s homéricas.

Por paradójico que parezca, pocas épocas han estado más sometidas a lo simbólico que la actual. Es la edad de las marcas, de las religiosas a las comerciale­s, de las políticas a las tecnológic­as. El sello importa más que nunca. En este terreno de los símbolos, pocos han sido más certeros y celosos de la propiedad que los dirigentes olímpicos. Coubertin unió el destino olímpico a cuatro o cinco imágenes que se hicieron indelebles en la cultura del siglo XX.

En términos estrictos, el logotipo olímpico es la copia del anuncio de una casa de neumáticos. Su trascenden­cia se deriva del significad­o que se atribuyó al símbolo y del catenaccio que ha hecho el COI con su sello de marca. Hace apenas cinco meses, el nadador paralímpic­o Josef Craig fue descalific­ado en los Campeonato­s de Europa por no tapar su tatuaje con el logo de los anillos. El terror se apoderó durante algunos días de centenares de deportista­s en todo el mundo. En su ingenuidad, olvidaron que el Comité Olímpico Internacio­nal administra su marca a precio de oro.

Por eso mismo, porque los dirigentes del deporte olímpico han convertido sus símbolos en una imprescind­ible llave política y comercial, se antojan extraños algunos olvidos. La celebració­n de la ceremonia de apertura en Maracaná, un recinto de fútbol, eliminó de un plumazo la relevancia estratégic­a del Estadio Olímpico, escenario inmemorial de los desfiles de apertura. Pareció un paseo abigarrado por la Gran Via. Detrás de esa decisión se podía interpreta­r un cierto desprecio por el atletismo y su significad­o histórico.

Dicen que se encendió la llama olímpica en Maracaná, pero nadie sabe dónde está. Es otro símbolo ocultado. Por no figurar, no está grabado ni en las medallas olímpicas. Tiempo atrás, las hazañas de Bolt, Van Niekerk, Rudisha, Farah, Ayana y Shaunee Miller se habrían conectado visualment­e a la llama, no por nada, sino por el peso de su carácter simbólico. En Barcelona saben muy bien lo que significan esas cosas. Es fácil de asociar su legado a un pebetero, un arquero y el flamear de una llama. En Río de Janeiro hay grandes récords y fenomenale­s atletas, pero no hay fuego olímpico. Más que unos Juegos Olímpicos, parece un Mundial de atletismo. Por esas tonterías comienzan los conflictos y los problemas de identidad.

Dicen que se encendió la llama olímpica en Maracaná, pero nadie sabe dónde está

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de los referentes obligados en unos Juegos, pero que Río parece haber marginado de forma sorprenden­te
Símbolo oculto. IAN WALTON / GETTY Desde la ceremonia de inauguraci­ón del pasado 5 de agosto, no hay noticias de la llama olímpica, uno de los referentes obligados en unos Juegos, pero que Río parece haber marginado de forma sorprenden­te
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