La Vanguardia (1ª edición)

Con un par de ovarios, Ona

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Lunes al mediodía. Me encuentro en la piscina olímpica a un federativo de Madrid que sabe de esto que me anuncia que Rusia gana fácil el oro, China la plata y que, en estos Juegos, le toca el bronce a Japón. Pues vale. No tengo ni idea de natación sincroniza­da y, tres días después de esta premonició­n visto el resultado, ni ganas. Es el dúo con Ona Carbonell y Gemma Mengual.

He ido a la final. A contemplar. Este deporte se contempla desde arriba, se sufre desde abajo. Es de una rigidez, de un perfeccion­ismo, de una exquisitez asfixiante. Por eso quienes saben de sincroniza­da son ellas y nadie más que ellas: sean las que están en el agua o las que las entrenan. Siempre tiesas antes de tirarse, risueñas porque toca, impecables en el agua porque pobres de vosotras, rítmicas porque se juegan una décima, simétricas porque hay quien las puntúa .... Tenía que ser tercera Japón y lo fue. Ni Ucrania, ni España: cuartas y quintas. Para Japón fue el bronce.

Y me dicen los que saben y van sin bufanda que no les tocaba serlo. Pero la natación sincroniza­da, como el fútbol, es así. Deportes gobernados por federacion­es rústicas y estáticas. Dependes de ti pero también de una especie de jurado sumarísimo que, en Río, va vestido de flor de pitiminí. Diecisiete personas con sus gorras de paja, con su americana oscura. Ellas, estupendas con su fular. Ellos, maravillos­os con su corbata. Con su camisita y su canesú. Un juez árbitro y unos adjuntos. Depende del país, yo te voto más a ti. Y si no, tú a mí. Russian twelve points. Russie douze points. Rusia doce puntos. Un festival de Eurovisión acuático.

Alguno de los examinador­es, como un señor de pelo blanco que está en un extremo de la enorme mesa alargada que roza la piscina, ha estado a punto de echarse una cabezadita con una maravillos­a versión de Sweet Dreams que coreografí­an las italianas. Hay una juez china que parece copiar porque, en cada ejercicio, mira por encima lo que apunta su compañero de la derecha, que, por supuesto, no sé quién es.

Salen Ona Carbonell y Gemma Mengual y tengo la sensación de que lo que hacen lo hacen de maravilla. Desde que descubrí que el waterpolo se juega sin tocar con los pies en el fondo de la piscina me parece que todo lo que pasa en el agua olímpica, aunque sea verde, es inalcanzab­le a la mayoría de los mortales. Ona y Gemma se mueven, se hunden, se camuflan... con una plasticida­d admirable, con una perfección insultante (o a mí me lo parece).

Me he paseado este martes por la piscina porque Ona Carbonell ha escrito un libro donde explica su relación con la sincroniza­da. Lo presentará a mediados de septiembre y ya lo he leído. Me lo envió a pesar de que jamás antes había coincidido con ella. Se titula Tres minuts, quaranta segons y observas el nivel de autoexigen­cia que tiene. El libro es transparen­te como Ona. Magnífico.

Este miércoles almuerzo con ella y su familia en la Villa de los atletas: con sus padres, con su hermano Max y su pareja Pablo. Entiendo cómo habla Ona de ellos en el libro: son un gabinete de crisis y una ayuda permanente, Cuando Ona no lo ha pasado bien (hay pasajes en el libro tremendos de depresión y de carencia de autoestima) está la familia en pleno al rescate. ¿De Anna Tarrés? Sí, claro. Habla y mucho. Pero lo hace con una elegancia admirable incluso cuando hay acciones de la entrenador­a de metodologí­a extrema. (El caso de las sesiones de UVA diarias antes de Londres 2012).

Ona me dice que “quería una medalla, no un diploma olímpico”, pero como es tozuda como una mula ya piensa en el próximo objetivo. No sé qué dirá el jurado del próximo festival acuático, pero allí estará “y con un par de ovarios”, como escribe reiteradam­ente en el libro. Se levanta de la mesa donde estamos comiendo. La miro. “Los perdedores buscan excusas. Los ganadores se marcan metas”, escribe en su libro: Mundial de Hungría 2017. Be water, my friend.

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MICHAEL SOHN / AP Mengual y Carbonell, en su coreografí­a Pasión gitana y música de El concierto de Aranjuez
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Jordi Basté

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