Puente sobre aguas turbulentas
Ocho años después del estallido de la crisis financiera, las perspectivas de una sólida recuperación parecen todavía lejanas, elusivas en la terminología de la OCDE. Incluso algunos hablan de un nuevo estancamiento global que nos conduciría a una larga era de bajas tasas de crecimiento que acentuarían los importantes problemas distributivos de nuestras sociedades, ya que siempre origina más tensiones repartir la escasez que la abundancia. Incluso quienes apelan a avances tecnológicos importantes, a una especie de nueva revolución industrial como argumento para un cierto optimismo, no pueden dejar de señalar que los impactos sobre el empleo y su distribución pueden acentuar unas asimetrías y desigualdades que vienen de atrás.
Más allá de las controversias sobre el ritmo de crecimiento esperable –a escala global y en nuestro entorno más cercano– en los próximos tiempos, las incertidumbres al respecto y las asimetrías en las formas en que se repartirán los eventuales dividendos de ese crecimiento acentúan tensiones sociales y políticas. Como en otras fases de la historia, estos momentos de “aguas turbulentas” propician y generan polarizaciones.
Una de las paradojas de los tiempos modernos es que decimos reconocer las elevadas y complejas interdependencias que la globalización ha originado para, a continuación, cuando las perplejidades y las dificultades arrecian, aparecer como soluciones refugio maniqueísmos simplificadores. Los importantes logros alcanzados en la segunda mitad del siglo XX, especialmente en Europa, en base a integradores consensos y complementariedades, son ahora a menudo contemplados con displicencia, incluso con cierto
Cuanto más movidas bajan las aguas, más necesario es el compromiso y efectividad que se reclama a las instituciones
desdén. Excesiva, injusta y tal vez suicida sanción por la forma manifiestamente mejorable –eso hay que reconocerlo– con que se ha gestionado la crisis.
Cuando más agitadas y turbulentas bajan las aguas, más necesarios son los puentes para mantener referencias de solidez, que permitan aproximaciones entre orillas. Las instituciones deberían desempeñar ese papel, de integración y, por utilizar un término en retirada, convergencia, entre sensibilidades e intereses de sociedades complejas. Contemplar cómo las instituciones renuncian a ese papel para convertirse en uno más de los campos de batalla de los maniqueísmos en liza que se alimentan recíprocamente es tan triste y negativo como contemplar cómo las turbulencias anegan y destruyen los puentes.
Precisamente en épocas de aguas más turbulentas necesitamos más compromiso y efectividad en el papel de sólidos puentes de todo nuestro entramado institucional. Posiblemente sea un mal síntoma que se pueda considerar impertinente recordar a estas alturas que a las instituciones, y a las personas a las que desde la sociedad las confiamos, les pagamos por resolver los problemas, no por agravarlos.