La Vanguardia (1ª edición)

La puntilla a la URSS

El golpe de Estado de 1991 fue el último mazazo contra los intentos de Gorbachov de reformar la Unión Soviética

- GONZALO ARAGONÉS Moscú. Correspons­al

Tres días de agosto de hace 25 años fueron decisivos para cambiar la historia del siglo XX. Del 19 al 21 de agosto de 1991, altos funcionari­os de la URSS, incluido el vicepresid­ente Guennadi Yanáyev y el jefe del KGB, Vladímir Kriuchkov, organizaro­n un golpe de Estado contra Mijaíl Gorbachov y formaron un Comité Estatal de Situacione­s de Emergencia (GKCHP, en sus siglas en ruso). La asonada fracasó, pero precipitó el fin de la Unión Soviética tras siete décadas de existencia.

“Gorbachov quería transforma­r el rumbo político del país, manteniend­o el poder absoluto del Partido Comunista, reformándo­lo. Pero el Partido Comunista era incapaz de reformarse. Había sido creado por la violencia, la propagació­n del terror, las mentiras, un sistema perfeccion­ado durante décadas, y ya no podía reformarse”, explica a La Vanguardia Serguéi Kovaliov, exdisident­e y uno de los fundadores del movimiento por los derechos humanos en la URSS.

Se cree que los golpistas eligieron el 19 de agosto porque el 20 se iba a firmar el nuevo tratado de la Unión, el último intento de Gorbachov para evitar el proceso de desintegra­ción del Estado, que algunos expertos creen que a esas alturas ya era irreversib­le. “La URSS era un estado colonial, aunque sus colonias no estuvieran separadas de la metrópoli por el mar. Cuando la ideología imperial se acaba y no hay deseos de mantenerla, el imperio se derrumba”, añade Kovaliov.

Vladislav Inozémtsev, profesor de la Escuela Superior de Economía de Moscú, apunta que “entre Rusia y Tayikistán hay menos en común que entre España y Filipinas. El sistema estaba condenado desde hacía tiempo. La URSS no podía competir con la economía moderna, no podía motivar a la gente con talento a desarrolla­r sus ideas y sus iniciativa­s”.

Con el tratado, Rusia, Bielorrusi­a, Kazajistán, Tayikistán y Uzbekistán iban a fijar unas nuevas condicione­s en su relación con el centro, y luego lo harían otros territorio­s como Kirguistán o Ucrania. “Ofrecía una buena alternativ­a para que se mantuviese la unidad política con muchísimos más derechos de las repúblicas. Pero el golpe fue la puntilla, ya que la unidad política se hundió”, dice por teléfono Andréi Necháev, ministro de Economía de Rusia en 1992 y 1993. Con una metáfora propia de esa época, Guennadi Búrbulis, mano derecha del entonces presidente ruso, Borís Yeltsin, dijo hace años que el golpe “fue un Chernóbil político del sistema totalitari­o soviético”.

El tratado no se llegó a firmar. Según Askar Akáev, primer presidente de Kirguistán, la oportunida­d se dejó pasar tras el golpe. Moscú habría mantenido, sobre todo, las competenci­as de Exteriores, Defensa y moneda.

La conspiraci­ón contra Gorbachov la inició el jefe del KGB, Vladímir Kriuchkov, quien involucró a otros golpistas que formaban parte de la línea dura del Partido Comunista. Además de Yánaev, en el grupo estaban el ministro de Defensa, Dimitri Yá- zov; el de Interior, Borís Pugo, o el presidente del Consejo de Ministros de la URSS, Valentín Pávlov.

En agosto, Gorbachov estaba de vacaciones en su dacha de Forós, en la península de Crimea. Por entonces, Estonia, Letonia, Lituania y Georgia habían declarado ya su independen­cia de la URSS, y la Federación de Rusia, con Yeltsin al frente, se había declarado soberana. Sin embargo, en el referéndum del 17 de marzo de 1991 la mayoría de los ciudadanos soviéticos había decidido seguir en una URSS con reformas. Los conspirado­res podrían aceptar esto, pero no el tratado de la Unión. Reunidos el 17 de agosto en Moscú, decidieron que era el momento de actuar. Un día después el KGB aisló a Gorbachov en Forós y varios de los golpistas intentaron convencerl­e para que cediera. No lo hizo, y el día 19 los golpistas declararon el estado de emergencia y la formación del GKCHP. Yánaev se proclamó “presidente en funciones”, alegando la incapacida­d de Gorbachov.

La confianza del pueblo fue una de las claves para que el golpe fracasara. Miles de personas se echaron a la calle en Moscú para defender el Parlamento ruso en apoyo de Yeltsin, que dejó su imagen más icónica subido a un carro blindado apostado ante la Casa Blanca (entonces, sede del Parlamento ruso).

El fin de la asonada también supuso el fin político del padre de la perestroik­a, que carecía de respaldo popular, ya que fue elegido por la cúpula dirigente del país. El futuro quedó en manos de Yeltsin, quien meses después se reunió con los líderes de Ucrania y Bielorrusi­a, Leonid Kravchuk y Stanislav Shushkiévi­ch, para firmar el acuerdo que enterró para siempre la URSS, el 8 de diciembre de 1991. El 25 de diciembre, Gorbachov dimitió.

Tras los sucesos de agosto, el futuro quedó en manos de Borís Yeltsin, que recibió un fuerte apoyo popular La asonada del KGB y la cúpula del régimen frustró la firma de un tratado para mantener unida la URSS

 ?? AP ?? Borís Yeltsin, con unos papeles en la mano, se dirige a la multitud encaramado a un carro blindado el 19 de agosto de 1991
AP Borís Yeltsin, con unos papeles en la mano, se dirige a la multitud encaramado a un carro blindado el 19 de agosto de 1991

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