Un respeto para el verbo
El lenguaje nos ha hecho humanos, por lo tanto le debemos todo el respeto y eso quiere decir que es necesario medir tanto las palabras que se dicen como los énfasis que las acompañan. En estos tiempos políticos que nos ha tocado vivir, el lenguaje empleado por los distintos colectivos degenera de manera estrepitosa. La ampulosidad de los tonos, es decir, la música que acompaña cada palabra ha subido tantos decibelios que ya imposibilita entender el significado de la palabra dicha.
Hay una modestia en el lenguaje bien utilizado, como en todas las cosas de mesura humana. Por ejemplo, una expresión como “la unidad de España” no quiere decir nada, porque los que vivimos en esta península Ibérica lo hacemos condicionados por encima de todo por la geografía y el clima y ello también imprime carácter al personal, de manera que eso de unificar todo el país bajo el término de soberanía tan sólo es una apelación a las vísceras de la gente y no precisamente a la razón. Y eso vale para todos, nacionalismos incluidos.
Porque esta es otra apelación a lo más primario del ser humano, obviando el ejercicio de la razón, que cuando se utiliza de verdad nos impele a trabajar por la justicia, la solidaridad y en conjunto por la defensa de los derechos humanos. Porque no hay ningún otro hito real que no sea este. Todas las palabras altisonantes como independencia, referéndums, soberanía y muchas otras que desgraciadamente ahora se utilizan a mansalva tan sólo esconden las ambiciones de poder. Y no se puede engañar al personal con retóricas rancias e intemporales.
La defensa de los derechos humanos implica cosas concretas, como la justicia social, la salud de las personas, la educación y el cultivo del pensamiento. En este planeta Tierra ya no hay fronteras reales, las comunicaciones son instantáneas y los viajes de bajo coste han hecho un salto cualitativo en el entendimiento de las personas. De manera que todo lo que no sea una lucha contra la desigualdad de las personas es una camándula que se quiere vender por parte de los poderosos. Y nada más, no hay patria de nadie, como dijo Rainer Maria Rilke: la única patria es la infancia.