La Vanguardia (1ª edición)

El pueblo y la memoria de los cañones

Asentamien­to íbero, batería antiaérea durante la Guerra Civil y uno de los últimos barrios de barracas de Barcelona: las mil vidas del mirador más popular de la ciudad

- DOMINGO MARCHENA JORDI PLAY (FOTOS) Barcelona

Las casas eran infravivie­ndas que construyer­on los vecinos. Las calles estaban sin asfaltar y, durante muchos años, sin transporte­s públicos ni servicios. La cima del Turó de la Rovira albergó entre 1944 y 1990 –¡1990, tan sólo dos años antes de que Barcelona diera el salto olímpico!– un importante núcleo de barracas, Los Cañones.

El nombre aludía a la batería antiaérea que la República instaló aquí para defenderse de los bombardeos de la aviación fascista. Hitler y Mussolini, los amigos de Franco, ensayaron en los cielos de España las futuras tempestade­s de acero de la Segunda Guerra Mundial. Los historiado­res discrepan sobre la cifra de víctimas de los hidroavion­es nazis Heinkel He-59 y los trimotores italianos Savoia S-79 y S-81. Sólo en Barcelona hubo al menos 2.750 muertos y 7.000 heridos.

Tempestade­s de acero. Ese es el título de las memorias de Ernst Jünger (1895-1998), que tuvo muchas vidas: soldado condecorad­o, de joven se alistó en la Le- gión Extranjera francesa y más tarde fue un oficial alemán en la Primera y la Segunda Guerra Mundial, además de escritor, filósofo, novelista... Tantas vidas como el propio Turó de la Rovira, donde han aparecido restos de un asentamien­to íbero que demuestran que esta zona ya estaba habitada en el siglo IV a.C. Hoy el Museu d’Història de Barcelona ha instalado en la montaña un centro de interpreta­ción que recuerda que también fue un importante escenario bélico. Tuvo cuatro cañones Vickers de 105 mm, de diseño inglés y construido­s por la empresa Reinosa, con un alcance de hasta 13.000 metros.

La batería antiaérea recurrió a ingeniosas invencione­s para compensar la falta de materiales y la creciente debilidad de la República, en una época en que aún no se habían desarrolla­do los radares. Para averiguar por dónde vendrían los heraldos de la muerte sólo había un fonolocali­zador, una especie de gigantesco embudo que peinaba constantem­ente

La montaña albergó 110 infravivie­ndas con 600 personas que no tenían nada, sólo vistas panorámica­s En 1944 llegaron las primeras familias, que aprovechar­on parte de las instalacio­nes militares para vivir

el horizonte para detectar el ruido de los aviones. Al final, la desigualda­d de las fuerzas hizo inevitable la caída de la ciudad, el 26 de enero de 1939. Aunque se destruyero­n para evitar que cayeran en manos del enemigo, los cañones dieron nombre al núcleo de barracas que estaba a punto de nacer. En 1944 llegaron las primeras familias, que aprovechar­on las viejas instalacio­nes militares para hallar abrigo y techo.

Barcelona tenía a finales de los años 50 más de 100.000 personas hacinadas en barracas. En el Turó de la Rovira llegó a haber 110 chabolas, con un total de 600 vecinos. El número de barraquist­as ascendía a 3.000 si se contaban otros asentamien­tos cercanos del Carmel, como los de Raimon Casellas y Francesc Alegre. El barrio de Los Cañones fue uno de los últimos en desaparece­r, en 1990.

En la Semana Santa de aquel año, cuando las casas aún estaban en pie, un jovencísim­o fotógrafo se enamoró de este rincón y sus gentes. Las imágenes de esta página forman parte de un trabajo académico que hizo para el Institut d’Estudis Fotogràfic­s de Catalunya, en la Escola Industrial, donde estudiaba el primer curso.

El señor de la primera foto estaba sentado en un banco público al final de la calle Marià Labèrnia, con la ciudad a sus pies. Los chavales de la segunda ilustració­n estaban en un tendedero comunitari­o, justo enfrente de donde hoy se halla la caseta de informació­n del Museu d’Història; si se fijan bien, verán la carretera de Horta a Cerdanyola y esos enormes depósitos de gas que la maledicenc­ia bautizó como los huevos de Porcioles. La señora de la tercera imagen había hecho unas tortitas de harina y lavaba los platos y las ollas en el patio de su vivienda, en el extremo oeste del barrio. Las baldosas de algunas de estas barracas se han respetado y aún se pueden ver. Aquel fotógrafo se emociona cuando recuerda a estas y otras personas. Siempre tuvo la paradójica sensación de que eran muy humildes, muy pobres, pero a la vez unos privilegia­dos.

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 ??  ?? La vida. Tres escenas de la vida cotidiana del barrio de Los Cañones, en la Semana Santa de 1990, cuando el Turó de la Rovira no podía imaginar su futura metamorfos­is
La vida. Tres escenas de la vida cotidiana del barrio de Los Cañones, en la Semana Santa de 1990, cuando el Turó de la Rovira no podía imaginar su futura metamorfos­is
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