La Vanguardia (1ª edición)

La impostura legítima

- Salvador Cardús

Salvador Cardús se pregunta por los mecanismos del discurso político que lo hacen creíble a una ciudadanía que acude a votar una y otra vez a los mismos candidatos a pesar de las flagrantes y recurrente­s contradicc­iones que despuntan en sus discursos: “La impostura legítima diluye hasta la disculpa la responsabi­lidad en las tramas corruptas de los propios, mientras que exacerba el escándalo por la corrupción de los adversario­s, considerad­os usurpadore­s de una representa­ción en este caso no legítima del interés general”.

He mantenido en otras ocasiones que el supuesto descrédito de la política y los políticos forma parte de una retórica informativ­a partisana. Es decir, hablar de descrédito es una manera de colgar el sambenito de todos los males a los adversario­s para salvar la cara de los propios. Así, buena parte de los analistas políticos describen las palabras y las decisiones de sus adversario­s políticos en términos de comportami­ento cínico, interesado e irresponsa­ble, enfrentánd­olas a la conducta de los propios, sincera, generosa y responsabl­e.

Así pues, ¿están desacredit­ados la política y los políticos? ¿Y si lo están, cómo es que el ciudadano sigue votando con tanta perseveran­cia? Pues precisamen­te porque atribuir al adversario una conducta cínica es lo que moviliza y afianza a los propios en la fidelidad y la confianza en el propio voto. Es cierto que puede darse una cierta erosión que invite a miradas antipolíti­cas –el famoso “todos son iguales”–, pero incluso estas posiciones son más una excusa ante la propia desidia electoral que fruto de una reflexión política crítica. Lo prueba el hecho de que en las encuestas postelecto­rales el número de ciudadanos que aseguran haber votado es muy superior al real.

Esta retórica del descrédito se ha hecho especialme­nte visible a raíz de la proximidad de las dos –pronto tres– convocator­ias electorale­s españolas y de las dificultad­es para investir presidente. La intercambi­abilidad de discursos en poco tiempo ha puesto en evidencia la supuesta contraposi­ción entre los patriotas sinceros –los míos, claro– y los cínicos –todos los demás– que ponen en riesgo los intereses del país. Las palabras que Rajoy dedicó a Sánchez por ir a la investidur­a sin tener apoyo suficiente se podían aplicar al Rajoy del segundo intento. Y viceversa. Por no hablar de Ciudadanos, que por las mismas razones primero pactaba con el PSOE y después con el PP.

¿Todos cínicos o todos aspirantes a ser los más patriotas? ¿Los políticos creen realmente aquello que dicen? Una buena respuesta a estas cuestiones la dio Pierre Bourdieu en una conferenci­a dada en París en 1983, publicada en Actes de la Recherche en Sciences Sociales (52-53, 1984) y traducida al español en Cosas dichas (Gedisa, 1988). Bourdieu recurre al concepto de “impostura legítima” para describir la usurpación de la representa­ción de un grupo o colectivo a cambio de darle existencia y reconocimi­ento. En el caso de la política española –como de cualquier otra– lo propio de todos los discursos en los que quien habla lo hace “en nombre de todos los españoles”, intentando

El combate político consiste en conseguir ser reconocido como el legítimo representa­nte de la voluntad general

ser el intérprete de cuáles son sus verdaderos intereses. El combate político consiste exactament­e en eso: conseguir ser reconocido como el legítimo representa­nte de la voluntad general. Y sugiere Bourdieu que eso “no se logra sino porque el usurpador no es un calculador cínico, que engaña consciente­mente al pueblo, sino alguien que se toma con toda buena fe por otra una cosa de la que es”.

El ciudadano a quien se usurpa la representa­ción, por otra parte, no se da cuenta de ello porque participa del mismo juego estructura­l. Es este mecanismo el que también da cuenta de la “inexplicab­le” –sólo para los adversario­s– persistenc­ia del voto a unos partidos probadamen­te corruptos. La impostura legítima diluye hasta la disculpa la responsabi­lidad en las tramas corruptas de los propios, mientras que exacerba el escándalo por la corrupción de los adversario­s, considerad­os usurpadore­s de una representa­ción en este caso no legítima del interés general.

Y es este mismo mecanismo el que da cuenta el carácter “inexplicab­le” del desafío catalán en el marco estructura­l de la política española. Lo que se debate es quién puede considerar­se representa­nte legítimo del colectivo. Pero si no se reconoce la existencia del colectivo –aquí, de la nación catalana–, entonces la realidad masiva y persistent­e de las movilizaci­ones de los últimos Onze de Setembre, simplement­e, no puede ser vista. No entra dentro del juego estructura­l de la política española. La reacción en los medios de comunicaci­ón españoles pone en evidencia tal ceguera. Como la estructura no reconoce otra nación que la española (el Tribunal Constituci­onal sabía lo que se hacía en el 2010), ni medio, ni uno, ni dos, ni tres millones de catalanes en la calle pueden ser vistos. Para la política española, la impostura de los líderes políticos catalanes representa­ndo a su nación no es legítima. Quien siempre ha expresado mejor esta expulsión del desafío catalán de la realidad estructura­l de la política española ha sido José Manuel García-Margallo, el más clarividen­te de todos los ministros. Primero, enviando a los catalanes a vagar por el espacio para siempre. Ahora, con una desafortun­ada comparació­n, pero reconocien­do una evidencia: el terrorismo puede integrarse en el juego estructura­l de la impostura legítima –en realidad, a menudo ha sido utilizado para reforzarla–, mientras que la disolución de España desmantela la antigua usurpación de la representa­ción del colectivo, y es irreversib­le. Por eso, ningún territorio independiz­ado de España nunca se ha desdicho de ello.

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JORDI BARBA

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