La Vanguardia (1ª edición)

La niñez perpetua

- Oriol Pi de Cabanyes

En una especie de nuevo ideal igualitari­o, disminuyen las diferencia­s entre adultos y niños (nota: el genérico vale, también aquí, para niños y niñas). Demasiados adultos han idealizado su etapa de niños y estos aprenden pronto que ya están bien quedándose como niños. Ser adulto, y más a los ojos de un niño que tiene de todo, no es ninguna ganga. ¿Para qué evoluciona­r? Si el mundo adulto se percibe sólo como un mundo de problemas y no de satisfacci­ones, ¿para qué hacerse mayor?

Y es que nos abruma la creciente complejida­d de la existencia. Vivimos mal las incertidum­bres de la edad adulta, las dudas, los problemas. Mejor quedarse en la placenta, en la cuna o junto a las faldas de mamá. No es extraño que se incremente­n las patologías asociadas al cambio de aspecto corporal. La misma anorexia es una enfermedad reactiva que expresa un profundo deseo de paro en el crecimient­o o, peor todavía, un anhelo de involución y de olvido, de regreso a la inconscien­cia.

En un mundo tan acelerado como el nuestro, se extiende la negativa radical a cambiar con la rapidez con que a veces sentimos que se nos exige, sin que tengamos suficiente­s recursos para asimilarlo. De modo que reaccionam­os, a veces incluso agresivame­nte, para defenderno­s. Y es que hay tan poca conciencia de las bondades de pasar a otro nivel generacion­al que los niños prefieren abstenerse de progresar (adecuadame­nte o no).

Así que estudiar, en muchos casos, es vivido como ese esfuerzo innecesari­o. ¿Estudiar, para qué? ¿Para llegar a ser uno más de esos angustiado­s adultos que los niños no quieren seguir como modelo? ¿Quién va a decirles, pues, que, más allá de la infancia como edad tan idealizada, hay todo un mundo a su alcance que les puede hacer no sólo mejores sino más felices? Aunque, eso sí, sabiendo que incluso aprender a crear y consolidar felicidad pide un esfuerzo.

Pero lo peor no es que nuestros sobreprote­gidos niños y niñas de hoy digan no, en su sentir más profundo, a pasar a otra etapa en su crecimient­o. Lo peor es que entre todos estemos negando la existencia de etapas en la vida. Y que no les concedamos cuanto antes la mayoría de edad psicológic­a que se merecen para construirs­e como personas. Como siempre lo fue la eterna juventud, hoy en nuestras sociedades satisfecha­s la gran utopía es la eterna niñez, identifica­da con todas las bondades, con la no culpa de nada, con la diversión constante y con la felicidad perpetua.

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