Azulejos y rodaballo
Fue hace unas semanas cuando me llegó el sonido de un clarín singular. Resucitaba en esta Barcelona de ahora mismo un restaurante clásico, Casa Leopoldo, que era todo un universo. Azulejos de Manises con motivos taurinos en las paredes, estofado de rabo de buey, albóndigas con sepia o rodaballo en los platos y el recuerdo del portugués José Carlos Frita Falcão, más conocido como José Falcón, el último torero que murió en 1974 en la plaza de toros Monumental. A Falcón lo mató Cuchareto, que era un toro de feo estilo por el pitón izquierdo. Fueron Leopoldo Gil y su hijo Germán, conocido en el mundo del toro como el Exquisito y suegro de Falcón, quienes lograron que catedráticos, estraperlistas, empresarios, fontaneros, cupletistas, toreros, periodistas, putas caras, actores, algún obispo vestido de paisano, bailaoras, policías, guitarristas, abogados, tenderos, etcétera, compartieran el mismo espacio. Proeza social y gastronómica que prolongó Rosa Gil, la viuda del torero.
Arriba y abajo. Burgueses del Eixample junto a tenderos de Poble Sec. Mundo y vida. Porque la vida era y sigue siendo lo cotidiano, el trabajo. Y gentes como el mismo Leopoldo Gil: aragonés, anarquista lírico y quien dio nombre a la casa de comidas que nos ocupa. De su familia recuerdo una fotografía en la que aparece el tío Baldomero con sus alpargatas blancas, dignas y obreras. Y la abuela Tomasa, sentada, trabajada y resignada luciendo un blanco mandilón. Y las tías Ramona y Dulce, dueñas de cierta tristeza. Otro miembro de esa familia, el tío Celestino, nunca decía que era enterrador. Cuando alguien se interesaba por su trabajo respondía que trabajaba en Fomento. Y el hombre decía la verdad, pese a que su quehacer laboral transcurría en el cementerio.
La vida –años 50 del pasado siglo– ya era, pues, entonces, lo mismo que ahora: lo cotidiano, el trabajo. El mundo, como ahora, era también otra cosa. El mundo era, por ejemplo, Alberto Puig Palau, guapo, simpático y rico del textil, amigo de toreros, gitanos y actrices de Hollywood y propietario de un Maserati 6CM. Y ocurrió, así me lo contó Rosa Gil, que Tío Alberto enseñó a Germán Gil, el Exquisito, a servir los tomates pelados y aquella casa de comidas se convirtió desde ese momento en un restaurante de éxito. El mundo era y sigue siendo rubio y la vida era y sigue siendo morena. Ocurre que la vida, en aquellos años franquistas con los consejos de la señora Francis en la radio y el Flit para matar los mosquitos, era también cierto jefe de la Falange que, anualmente, días antes de Navidad, llegaba a Casa Leopoldo con los suyos, todos ellos vestidos de falangistas, y, a la hora de pagar, se sacaba de la cartuchera el pistolón, lo ponía en la mesa y preguntaba en voz alta: “A ver, ¿qué se debe?”. Y el abuelo Leopoldo, que siempre temía que alguien le recordara que había militado en la CNT, cedía.
La patria es un escote de mujer. Eso o algo muy parecido me lo dijo alguien en Casa Leopoldo. Creo que fue el detective Pepe Carvalho.
Tío Alberto enseñó a Germán Gil a servir los tomates pelados y la casa de comidas derivó en un restaurante de éxito