La Vanguardia (1ª edición)

El espejo balcánico

- Xavier Mas de Xaxàs

Escribo esta columna desde Sarajevo, a donde he venido a preguntar por la democracia después del fascismo y el comunismo, por la coexistenc­ia después de la xenofobia ultranacio­nalista que entre 1992 y 1995 mató a casi 100.000 personas y provocó el primer genocidio en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Y si ahora he pasado unos días en la capital de Bosnia-Herzegovin­a es porque creo que el espectro de Slobodan Milosevic planea de nuevo sobre las democracia­s occidental­es.

Sarajevo, 21 años después de la guerra, nos recuerda que todo puede volver a pasar, que lo impensable se hace realidad a lomos de una retórica que muchos no nos tomamos en serio pero unos pocos sí, de una violencia verbal que unos denunciamo­s, pero que otros muchos consideran necesaria para enderezar los pilares de una civilizaci­ón que ven torcida.

El odio que entonces cultivó el presidente serbio hoy lo propagan otros líderes, tanto en la Unión Europea como en Estados Unidos, políticos conservado­res que ya han alcanzado el poder o esperan hacerlo el año próximo. Esta gente explota el agravio de las clases más desfavorec­idas por la globalizac­ión, y lo hace predicando el tribalismo.

Sarajevo, sometida a un asedio medieval durante más de mil días, ilustró la decadencia de Europa, de una Unión Europea que en 1992 estaba en lo más alto de la autoestima, un orden supranacio­nal que, tras la caída del muro de Berlín, se entendía como definitivo, el triunfo final de los valores universale­s, de la libertad y la eficacia del Estado de derecho. Nada malo volvería a pasarnos.

Bojan Zea, editor y traductor en este Sarajevo que todavía no ha superado la guerra, recuerda la ingenuidad de 1992, cuando votó sí a la independen­cia de Bosnia de una Yugoslavia que se venía abajo de la mano de un Milosevic dispuesto a aniquilar a los musulmanes: “Estábamos convencido­s de que Europa nos abriría los brazos. Éramos así de inocentes”.

El ejército yugoslavo, sin embargo, se había transforma­do en el ejército serbio y las autoridade­s de Belgrado, con todo el poder militar y financiero de su parte, su- bieron al púlpito del chauvinism­o y empezaron a bombardear la ciudad de las tres religiones, indefensa en el fondo de un valle rodeado de montañas nevadas.

“Al principio pensamos que los serbios no atenderían los exabruptos de Milosevic –recuerda el arquitecto Vjekoslav Saje–. Luego, cuando cayeron los primeros obuses, pensamos que eran un ataque aislado, una escaramuza que las potencias occidental­es no tolerarían”.

Hay una lógica en el razonamien­to de Saje que hoy, salvando las distancias, también hacemos ante el avance de las fuerzas reaccionar­ias. Negamos la evidencia y nos ponemos en lo mejor. Después del triunfo de Donald Trump en las primarias del Partido Republican­o, dijimos que se moderaría, pero hizo todo lo contrario, y ahora que ha ganado la presidenci­a de Estados Unidos después de la campaña más violenta que se recuerda, hemos dicho que la institució­n lo moderará. Hemos querido creernos sus palabras de conciliaci­ón. Nos alivia pensar que ya no quiere encarcelar a Hillary Clinton pero volvemos a quedarnos pasmados cuando leemos que ha escogido a un destacado racista, además de ultranacio­nalista, Steve Bannon, como principal estratega, es decir, el encargado de marcar el rumbo político, el ideólogo al que deberá informar todo el equipo de la Casa Blanca.

“Milosevic explotó la miseria, el abandono que sufrían los serbios de Kosovo –explica Dzevad Karahansan, autor del libro Sarajevo, éxodo de una ciudad–. Se inventó una agresión contra ellos que no había existido y explotó esta mentira para manipular el patriotism­o de los serbios. ‘Nunca nadie más volverá a agrediros’, les dijo. Y así empezó todo”.

Muchos de ustedes pensarán que exagero, que Trump no es Milosevic y nunca podrá serlo, igual que tampoco lo serán Marine Le Pen, Viktor Orbán, Jaroslaw Kaczyinski, Beppe Grillo o Geert Wilders. Yugoslavia, al fin y al cabo, salía del comunismo, y nosotros vivimos en la Unión Europea, pertenecem­os a la OTAN, a un sistema blindado de garantías.

Decimos, como se ha dicho en Estados Unidos, que las institucio­nes resistirán, que son más fuertes de lo que puede ser un individuo, pero creo que nos olvidamos de que estos presidente­s no están solos. Millones de votos los respaldan, sólidos mandatos populares edificados sobre la manipulaci­ón y la propaganda.

Merkel y Obama, en la nota que esta semana han publicado en Wirtschafs­woche, aseguran que “el futuro ya está sucediendo y no habrá un retroceso al mundo anterior a la globalizac­ión”. Opinan que, en lugar de intentar evitar lo inevitable, como pretende Trump, debemos profundiza­r en la cooperació­n.

Frente a este sentido común, sin embargo, se levantan barreras imponentes que van del miedo a las deficienci­as de la democracia para contener los populismos. Decimos, también, que los líderes de la extrema derecha no son fascistas –al menos no todavía– porque no hablan de socavar la democracia.

Pero hablan de destruir el Estado y yo me pregunto qué camino han de recorrer las clases radicaliza­das por la necesidad económica, manipulada­s por la ideología xenófoba, hasta recurrir a una acción violenta y destructiv­a. Si preguntas en Sarajevo te responden que ese camino es tan corto que a veces ni se ve, que sin apenas darte cuenta empiezas a tolerar lo intolerabl­e.

Un dato: los ataques contra inmigrante­s en Alemania subieron un 42% en el 2015. Otro dato: los obreros menos cualificad­os de Estados Unidos están estancados desde hace décadas, incapaces de ofrecer a sus hijos una vida digna. La dignidad del trabajo se deteriora cuando se trabaja más por menos: menos salario y menos prestacion­es sociales. Esta erosión mina la estructura social, como hemos visto en Túnez y en Ohio, como he comprobado estos días en Bosnia, donde el paro supera el 42% y es muy difícil encontrar un empleo sin un contacto político. Si nos miramos en el espejo balcánico y no vemos nada de lo que nos sucede a nosotros es que tenemos los ojos cerrados.

Sarajevo sigue siendo una gran lección y, aunque yo haya regresado con más preguntas que respuestas, el viaje ha servido para convencerm­e de que la única manera de revertir la dinámica destructiv­a que nos atrapa es con gestos tan sencillos como sentarse a dialogar con quien sea.

El espectro de Slobodan Milosevic sobrevuela de nuevo las democracia­s occidental­es

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XAVIER MAS DE XAXÀS Sarajevo, 21 años después de la guerra, nos recuerda que todo puede volver a pasar
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