La Vanguardia (1ª edición)

La intensidad

- Remei Margarit

Un médico sabio, amigo mío del alma –y que ahora desgraciad­amente ya no está–, me dijo una vez, cuando yo le refería cuánto le afectaban a mi organismo las cosas que pasaban: “Para arreglarlo tendrías que nacer otra vez”. Algo imposible, de manera que desde entonces he intentado navegar con prudencia y cautela por los acontecimi­entos aunque fueran importante­s; no podía hacer otra cosa si quería seguir andando con una cierta serenidad.

Y explico esto porque parece que se ha puesto de moda “vivir intensamen­te”. Tal vez algunas personas puedan resistirlo, pero muchas otras no, y como ese modelo “intenso” parece que ha creado un patrón de una supuesta calidad de vida, me parece prudente avisar que no es verdad en absoluto, porque la intensidad puede llegar a ser un auténtico veneno para el cuerpo y el alma. El hecho de vivir ya es bastante complicado como para que le pongamos el añadido de “intenso”. Más valdría, me parece, que se pudieran acoger con una cierta ligereza las cosas que pasan, de manera que también se pudiesen soltar de la misma manera. Lo real pasa y no se puede obviar, pero sí se le puede dar un valor relativo y pasajero. El ser humano no está hecho para la intensidad, sino para sobrevivir a lo que va pasando de la mejor manera posible. La inteligenc­ia es precisamen­te eso, dejarse trastornar lo menos posible. Cada cual nace con unos genes y una tendencia de temperamen­to, por eso es necesario educar esa vía de percepción de los impactos para poder vivir con una cierta serenidad frente a lo que va ocurriendo.

Hay sentimient­os poderosos de amores y pérdidas, eso es cierto, pero de lo que hagamos con ellos y de cómo los manejemos dependerá nuestra tranquilid­ad de espíritu. Y no es baladí vivir con tranquilid­ad todo el tiempo que se pueda, porque la persona que lo consigue transmite a los demás una paz que se contagia. Por eso es necesario hacer un trabajo de conocimien­to de uno mismo y de contención de las emociones, que también son poderosas y trastornad­oras. No se trata de negarlas o reprimirla­s, sino de ponerlas en su lugar y no permitir que inunden la totalidad de la persona.

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