El fin de ‘un’ mundo
Luis Arechederra –viejo catedrático de Derecho Civil– me dice en un correo, refiriéndose al Brexit y a la victoria de Donald Trump: “Esto no es el fin del mundo, esto es el fin de ‘un’ mundo”. Estoy de acuerdo. No es el fin del mundo. La economía mundial crece y seguirá creciendo, y seguro que en el año 2017 –en toda la Tierra– podrán ir al hospital, acudir a la escuela y ducharse más personas que en el 2016. O sea que, en este sentido, hay que ser optimistas y mirar el futuro con ánimo grande. Pero también estoy seguro de que un mundo, Occidente –nuestro mundo–, está en franco declive. La causa profunda es que se ha cerrado un ciclo histórico de quinientos años –el de la hegemonía blanca– basado en la explotación colonial de buena parte del resto del mundo, primero sólo por Europa y luego por Europa y Estados Unidos, “la Europa sin catedrales”, según la afortunada síntesis de un poeta. Y, en este declive, primero se consumó el ocaso militar. En 1953, unidades del ejército regular francés sitiadas en Dien Bien Phu fueron derrotadas por las tropas irregulares vietnamitas a las órdenes del general Giáp. En 1956, británicos, franceses y judíos tuvieron que envainarse la espada tras la nacionalización del canal de Suez por el coronel Nasser. Y, en 1974, el imperio americano tuvo que retirarse, batido, de la península de Indochina. La crisis financiera se hizo esperar un poco más. Ha sido en el 2008 cuando se ha producido, en este ámbito, la auténtica “divisoria de aguas”. Unos suben y otros bajan. Varias veces se lo he oído explicar certeramente al economista Lluís Badia. La economía mundial –dice– se parece hoy a dos vasos comunicantes, uno de los cuales estaba muy lleno y el otro casi vacío; pero, cuando se abre la llave de paso entre ambos a consecuencia de la globalización, uno comienza a vaciarse y el otro a llenarse hasta que se equilibren. Y ya saben a quién representa el vaso lleno en trance de drenaje. Por eso he sostenido, desde su inicio, que esta crisis no es una crisis universal sino una crisis de los blancos, y que no es una crisis del mercado sino una crisis de mercaderes, es decir, de personas, de valores y de principios. Entre ellos, los principios de confianza, de proporcionalidad entre trabajo y retribución y de compromiso –destacados por Jordi Gual–, sin los cuales el sistema capitalista entra en una deriva peligrosa marcada por la idea de que el dinero rápido es la medida de valor, exclusiva y excluyente, de todas las cosas.
Esta deriva provoca, como consecuencia inmediata, una desigualdad social creciente que es, además, el caldo de cultivo de una corrupción rampante. En efecto, los costes de la crisis han sido soportados casi por entero por las clases medias y populares en forma de devaluación interna (precarización laboral, reducciones salariales y de prestaciones del Estado de bienestar).
Añádanse las consecuencias de la globalización, cuyos enormes beneficios se han concentrado en las clases dominantes, y tendremos el cuadro completo. Buena parte de los ciudadanos de los países occidentales se siente excluida del sistema, con la consecuente desconfianza respecto a todo el establishment político, financiero, funcionarial y mediático.
No hay sistema que sobreviva a la marginación de buena parte de quienes viven en su ámbito. Máxime si, como sucede ahora, la clase dominante ha perdido el monopolio de la información gracias a la posibilidad de acceso directo de todos a la red, lo que es sin duda positivo aunque no sea fácil encontrar “agua potable” –según acertada expresión de un gran periodista– en medio del presente tsunami informativo. Esta marginación del sistema genera, allá donde se da, una gran y creciente ola de protesta –un movimiento espontáneo– sobre la que se instalan, como si de unos surfistas se tratase, diversos personajes con la pretensión de aprovechar su impulso para asumir un liderazgo político. Son los líderes del Brexit; son los dirigentes de Podemos; es Marine Le Pen; es Donald Trump.
Por consiguiente, hay que despersonalizar lo que está sucediendo. El tema no son Farage, Iglesias, Le Pen o Trump. El auténtico problema es la situación que ha generado una legión de indignados ,es decir, de no instalados en el sistema, que se ven postergados cada día que pasa al reducirse sus perspectivas de realización personal y de vida. Un problema al que muchos de los instalados –de los mejor instalados– consideran que sólo cabe hacer frente con el crecimiento económico, cuando lo cierto es que del solo crecimiento nunca se derivará la sanación del sistema, si no va acompañado de fuertes medidas de reforma y redistribución. ¿Reaccionará a tiempo el establishment de los países occidentales, pilotando las reformas necesarias? Quizá sí, pues le va el ser o no ser. Pero enseña la historia que, en el ocaso de un ciclo civilizatorio, los dirigentes suelen abandonar la partida ante la magnitud del sacrificio exigido, refugiándose en la defensa de sus intereses particulares. ¿Qué nos deparará el futuro? Está por ver.
Se ha cerrado un ciclo histórico de quinientos años basado en la explotación colonial de buena parte del resto del mundo