La Vanguardia (1ª edición)

Aventuras bajo control

- Ramon Aymerich

El viaje es un sucedáneo de la revolución. Eso lo escribió alguien en los tiempos de los grandes viajeros. En los años en los que gente acomodada como Bruce Chatwin o Robert Byron se perdía en rincones lejanos, les cambiaba la perspectiv­a de la vida y volvían, a menudo, con un proyecto de libro bajo el brazo.

Con la llegada de la sociedad de masas, el viaje se democratiz­ó. Pero se convirtió en algo muy diferente. Nada de aventuras. Viajar era meter a la gente en autobuses (después también en cruceros), organizarl­es paradas más o menos cortas frente a monumentos a los que fotografia­r (más tarde hacerse selfies) y darles a probar el fast food local. Como opción más arriesgada, la posibilida­d de montarse en camello y avistar unas dunas...

Viajar (que no es lo mismo que hacer vacaciones) ha sido de las pocas cosas a las que las clases medias no han renunciado durante la crisis. Ahora que se conocen las previsione­s de gasto para estas próximas fiestas de Navidad, se sabe ya que la gente gastará más o menos lo mismo en regalos y algo más en alimentaci­ón, pero bastante más en viajar. De ese sueño, el del viaje que igual te cambia la vida, se alimenta el turismo, sector que ha demostrado una gran capacidad de crecimient­o en las últimas décadas.

Y en pleno auge del turismo ha reaparecid­o el deseo de aventura. Aunque ahora sea mucho más modesta y se la llame “experienci­a”. La industria recupera el sentido del viaje como aventura, convertida ahora en “experienci­a” programada La gente viaja, quiere conocer ciudades o países. Y quiere vivir “nuevas experienci­as”. Pero dado que no quedan mundos por descubrir (y los que en algún momento lo parecían, como Islandia, amenazan con quedar obsoletos por saturación), siempre existe el recurso de ir a donde van todos, pero verlo de otra manera. Pensar que ves el mundo no como turista, sino como lo ven los locales (como dice la publicidad de Airbnb).

El descubrimi­ento ya no queda en manos del grupo o de la pareja que se pierde en Amsterdam o en Berlín guía en mano en la búsqueda de barrios poco frecuentad­os. Es la propia industria la que lo ofrece. Amparada en la eclosión de la economía colaborati­va (en realidad, economía informal camuflada), llega ya la eclosión de toda clase de propuestas. Hoy ya no se viene a Barcelona para “ver” la ciudad. Se la recorre en bicicleta, se la observa desde el Tibidabo después de dos horas de senderismo. Se cena en casa de una señora del Eixample con las mejores recetas de la cocina local. Se practica el birdwatchi­ng en el Besòs o se pasa el rato en un taller de cerámica dirigido por alguien que dice haber estudiado mucho a Gaudí.

Airbnb, el gigante del alojamient­o compartido, ha anunciado que va a entrar a lo grande en este mundo de la “experienci­a”. Y propone ya algunas tan exóticas como participar en un taller de espada de un maestro samurái o irse a la Toscana a buscar trufas, perro incluido. E incluso trabajar por la cara con una oenegé. Piensan en todo.

No está claro si tanta experienci­a le va a cambiar la vida a alguien. De momento, lo que promete es cansarle.

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