La Vanguardia (1ª edición)

Piloto de nacimiento

- JAUME COLLELL

Emilio de Villota, piloto de fórmula 1 en los setenta y los ochenta, nació con el carburante en las venas. “No tendría aún dieciocho años cuando fui a ver un rally nocturno desde una curva, primero distinguí luces a lo lejos, después el ruido y los fogonazos de un Lancia que conducía un piloto nórdico; para mí aquello fue un antes y un después”, relata con detalle este hombre apasionado por el deporte y la música, a quien el infortunio le arrebató hace tres años a su hija María, que había seguido sus pasos en estas competicio­nes. Su vida desde entonces se ha centrado en continuar las actividade­s solidarias que había desplegado ella.

Villota nació en el barrio de Salamanca de Madrid en 1946. Es el pequeño de cinco hermanos. La calle O’Donnell que estuvo cerrada por obras durante un año se convirtió en un espacio de juego ideal para que los pequeños vecinos. Pero el primer recuerdo del piloto es el de estar en la cuna y oír el ruido del ascensor por la noche. “Era mi padre que regresaba de su restaurant­e y esto era motivo de que le vería inmediatam­ente”. La mala experienci­a de su primer día de escuela, en el colegio de la Sagrada Familia, lo arrastró durante tiempo. “Entré llorando y lo recordaré siempre, fue el deporte que me quitó esta herencia”, dice, “gracias a las competicio­nes de fútbol, balonmano y baloncesto”. Nunca fue buen estudiante, admite, y gracias al hermano Efrén, aprobó por primera vez un curso ya con trece años. “Fue una labor suya y aquel año pude disfrutar del verano”. Su padre al cabo de dos años le apuntó a unas pruebas en la ciudad deportiva del Real Madrid. Jugó hasta los 21 años, incluidas las dos temporadas que estuvo cedido al Carabanche­l. Después practicó un tiempo el judo, hasta que con los amigos del barrio que ya compartían afición por las carreras contemplar­on el rally que cambió sus vidas. “A unos le apasionaba la mecánica, el conocimien­to del automóvil, y a mí me tocó ponerme al frente del volante”.

Se compró un Amilcar, “que se conocía como el Bugatti de los pobres”. Le costó ocho mil pesetas y aún no tenía el carnet de conducir. Como el resto de la pandilla era aficionado a la música, tocaba la batería. “Era la época de Little Richard, Ray Charles, Elvis Presley, The Beatles, The Shadows, pero vendí la batería y una camada de perros que habían nacido en casa para comprarme el coche”, confiesa. Cursó Económicas en la Universida­d Complutens­e y en 1972 terminó la carrera, la mili y se puso a trabajar. “Todo ocurrió en veinte días”. De su trayectori­a como piloto recuerda la subida de la cuesta de La Bastida en Toledo, en 1968, su participac­ión posterior en el circuito del Jarama con un Lotus Super Seven. “Compré el motor roto en el Rastro y lo rehice”. Después tuvo un Renault 8 TS. Así empezó su carrera. “Trabajaba en un banco, era director de una agencia, y en 1977 lo dejé para dedicarme a los coches”.

Participó en 14 grandes premios, aunque sólo se clasificó en dos. Fue con la escudería McLaren, en 1987 y 1982. “Mi vida deportiva en la fórmula 1 de entonces podía parecer fantástica pero suponía el 10% de lo que tenían el resto de competidor­es. Por fin en 1980 ganó el campeonato Aurora de Inglaterra, y posteriorm­ente corrió en Estados Unidos y en los campeonato­s de Porsche en España. Fue en 1980 cuando abrió la escuela de pilotos que ha funcionado hasta hace un par de años. Por ahí han pasado Marc Gené, Pedro de la Rosa, Carlos Sainz y Fernando Alonso.

Emilio de Villota participó también en carreras juntos a sus hijos Emilio jr. y María. Desde la muerte de ella está volcado en la familia. “Buscamos dinero para las fundacione­s y oenegés con las que colaboraba; María nos ha marcado, la conocíamos profundame­nte, era risueña, alegre, y cuando escribió el libro

La vida es un regalo descubrí al leerlo después cosas que no sabía”. De repente nos recita un fragmento de memoria: “A veces no te das cuenta de que vivías dormido, pasabas a ciegas y sentías a medias”. El piloto ya era una persona generosa y comprensiv­a pero no con tantas ganas. Tras tanto abrir y cerrar puertas persiguien­do el sueño de alcanzar la fórmula 1, hay un hombre luchador, con la sinceridad por delante, satisfecho por haber dejado un rastro positivo.

A Emilio de Villota tan sólo la efervescen­cia de la música le sigue contrarres­tado la pasión monográfic­a del automovili­smo, a pesar de que ahora casi no toca la batería.

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GIANNI FERRARI / GETTY
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LUCA PIERGIOVAN­NI / EFE Arriba una instantáne­a de Emilio de Villota de 1979. Abajo, en una foto del pasado 1 de junio
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