La Vanguardia (1ª edición)

La Diosa Blanca

- ARTURO SAN AGUSTÍN

Fue saliendo el pasado lunes de Sant Pol de Mar, ya en la anochecida, cuando comenzó a mostrarse entre inoportuna­s nubes la luna más grande y luminosa de los últimos setenta años. O eso es lo que nos han dicho estos días los entendidos, que manejan palabras como perigeo, apogeo y citan a Newton. Esa luna, la más grande y luminosa de los últimos setenta años, la vi primero reflejada en el espejo retrovisor del automóvil que me devolvía a Barcelona. Luego, fuera del coche, me atreví a mirarla de frente y pensé en la vecina sierra del Montnegre, que estaba a mi espalda y que es donde habita el espíritu ateo de Joan Brossa. El espíritu ateo del poeta es quizá el único que usa gafas y por eso es muy fácil identifica­rlo. Y no es un murciélago, que con ese animal lo comparó en vida, cierto día, Juan Eduardo Cirlot, poeta experto en simbología. El espíritu ateo de Brossa no es el de un murciélago. Y que habita en la sierra del Montnegre es un secreto que solo conoce Perejaume, artista que nació y vive en Sant Pol de Mar. La luna, ay, siempre me devuelve a Brossa y a Perejaume. Y, por supuesto, también me devuelve a Torres, pueblo de la provincia de Jaén, que durante la recogida de la aceituna huele a aceite. La luna llena, cualquier luna, vista desde los olivos de Torres te cuenta una historia distinta a la que nos contó otro poeta, Federico García Lorca. O así lo sigo creyendo mientras recuerdo la sierra Mágina, la luz de la Luna sobre los olivos de Torres y las extraordin­arias migas que cocinaba en su casa la generosa Ana Sánchez. El granadino Lorca ponía lunas negras a los bandoleros y también hacía de la Luna una cama en su pequeño vals vienés, pero yo prefiero la luna que me regaló Torres.

En la luna más grande y luminosa de los últimos setenta años, que fue muy fotografia­da, es decir, poco disfrutada, veía yo, a pesar de alguna nube, todas las lunas llenas que he admirado. Incluso veía la sonrisa burlona de ese poeta canadiense con sombrero, Leonard Cohen, que nos acaba de dejar y que fue quien le puso música y sombrero al pequeño vals vienés de Lorca. El poeta canadiense, allí arriba, en la cara visible de la gran luna, contaba, solo para entretener­se, el gran número de viudas y viudos que aún le siguen llorando en la Tierra, pero que siguen también sin comprar su último disco. O cualquiera de sus discos. Las viudas y viudos intelectua­les son muy raros. Sobre todo en España.

La luna llena en Roma, admirada desde el Gianicolo, desde una de las ventanas de la Academia de España o desde la terraza de un café junto al Panteón e incluso desde la azotea del hotel Minerva, es una luna que da un poco de miedo. Cuando la luna ilumina demasiado un lugar como la colina del Gianicolo, que antiguamen­te fue escenario de ejecucione­s públicas, parece que todos aquellos ejecutados resuciten. Con la Luna no se juega. Al Sol se le puede engañar, a veces y solo durante un rato, pero a la Luna es imposible engañarla. La Luna sabe y por eso no tiene prisa. La Luna espera, sabe esperar. El escritor argentino Jorge Luis Borges habló también de la Luna y nos dejó dicho que más que las lunas de las noches recordaba las de los libros. Pero las lunas de los libros no reflejan casi nunca la realidad de las lunas de las noches.

La luna llena en Grecia, concretame­nte en el casi imposible monte Athos, república de furibundos monjes ortodoxos, es una luna que te devuelve a Bizancio y que te permite observar feroces intransige­ncias y prohibicio­nes medievales.

La luna llena en Biassa (Liguria), en el llamado Tramonti, colina de terrazas y viñedos que permite admirar la mar, te cuenta historias de barcos tristes cargados de emigrantes italianos. En la sabana africana, la luna llena te obliga a pensar en la escritora Karen Blixen, que se preguntaba si, después de su marcha, esa luna seguiría proyectand­o su sombra.

Para mí, la luna llena en Mallorca, pero sobre todo en Deià, es, quizá, la que cuenta mejor todas las leyendas y superstici­ones que protagoniz­a. Esa luna ya existía mucho antes de que llegara a Deià el escritor y poeta Robert Graves, pero fue él quien la popularizó. O sea, que cuando el hombre pisó por primera vez la Luna yo no quise ver aquella pisada en la televisión. Me fui a dormir. Los ingenieros de la NASA nos jodieron el invento. Insultaron a la Diosa Blanca. Luego, poco a poco, he ido olvidando aquella profanació­n.

La prueba de que ya la he olvidado es que el pasado lunes, ya en la anochecida, al abandonar Sant Pol de Mar, la luna llena más grande y luminosa de los últimos setenta años me devolvió el espíritu con gafas del poeta Joan Brossa.

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RAÚL CARO / EFE La superluna de esta semana tras la Giralda de Sevilla
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