La Vanguardia (1ª edición)

Héroes, tiranos y otros fenómenos comunistas

- Sergi Pàmies

El domingo, en el auditorio Marcelino Camacho de Madrid se celebró el homenaje a Marcos Ana, el día siguiente de la muerte de Fidel Castro. Es difícil hallar tanta concentrac­ión de energía comunista en el planeta. Ni siquiera en La Habana, donde cuentan que hay un auténtico furor por conseguir ejemplares monotemáti­cos del Granma ,no para colecciona­rlos como reliquias sino para venderlos a los turistas, que pagarán el oro y el moro para satisfacer un fetichismo ideológico amplificad­o por la fiebre necrológic­a. Una victoria de Castro: que la mayoría de sus adeptos y detractore­s le llamen Fidel. Despierta este nivel de familiarid­ad incluso entre los que aún están celebrando su muerte brindando con ríos de ron y cantando hasta la afonía Qué culpa

tengo yo de haber nacido en Cuba.

¿Revolucion­ario? Artur London, ejemplo de comunista torturado por el estalinism­o, lo explicó con lucidez: “Nuestra aproximaci­ón al marxismo era simplista. En nuestra fe incondicio­nal, habíamos perdido la calidad esencial del marxismo, la calidad humana más importante: la duda”. Es interesant­e ver cómo, en función de fidelidade­s mutantes u oportunist­as, los medios definen a Castro o eligen testimonio­s que subrayan su condición. Los que simpatizan con él elogian su carisma, su dignidad insurgente, su incontinen­cia retórica (admirador de la oratoria de la Pasionaria, hipnotizó tanto a las masas que acabó hipnotizán­dose a sí mismo). Pero también hay quien lo define como dictador, momia o tirano. En su monstruosa grandeza, ¿es posible que Castro fuera una suma de todas estas cosas?

Marcos Ana, en cambio, no era ningún monstruo. Lo conocí el año que murió Franco (¿Paco?), en Eforie, a orillas del mar Negro, en un hotel rumano en el que Ceausescu acogía a la aristocrac­ia comunista en el exilio. Eran

Los que simpatizan con Castro subrayan su carisma y su dignidad

unas vacaciones inmorales pero fantástica­s, y, como buen adolescent­e corrompido por el capitalism­o, las aproveché para acercarme a dos mitos monumental­es del antifranqu­ismo (del de verdad, no el de ahora, insulso como un rábano holandés): Marcos Ana y Fabriciano Roger, que competían a ver cuál de los dos había pasado más años en cárceles franquista­s (Ana, 22; Roger, 23). Más que superpoder­es políticos, a ambos se les notaban unas tremendas ganas de vivir que contrastab­an con el rictus oficialist­a y los ceños solemnemen­te fruncidos (con uniceja brezhnevia­na) de los miembros del comité central. A Roger le gustaba contar chistes incluso cuando no tocaba. Y a Ana le encantaba recordar que cuando salió de la cárcel, con cuarenta y dos años, y lo llevaron a un cabaret para que se estrenara en el tomate amatorio, tuvo un gatillazo. Más tarde recuperó el tiempo perdido. Ha muerto a los 96 años. O sea: ha muerto joven, porque los veintidós años de condena no los contaba.

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