Héroes, tiranos y otros fenómenos comunistas
El domingo, en el auditorio Marcelino Camacho de Madrid se celebró el homenaje a Marcos Ana, el día siguiente de la muerte de Fidel Castro. Es difícil hallar tanta concentración de energía comunista en el planeta. Ni siquiera en La Habana, donde cuentan que hay un auténtico furor por conseguir ejemplares monotemáticos del Granma ,no para coleccionarlos como reliquias sino para venderlos a los turistas, que pagarán el oro y el moro para satisfacer un fetichismo ideológico amplificado por la fiebre necrológica. Una victoria de Castro: que la mayoría de sus adeptos y detractores le llamen Fidel. Despierta este nivel de familiaridad incluso entre los que aún están celebrando su muerte brindando con ríos de ron y cantando hasta la afonía Qué culpa
tengo yo de haber nacido en Cuba.
¿Revolucionario? Artur London, ejemplo de comunista torturado por el estalinismo, lo explicó con lucidez: “Nuestra aproximación al marxismo era simplista. En nuestra fe incondicional, habíamos perdido la calidad esencial del marxismo, la calidad humana más importante: la duda”. Es interesante ver cómo, en función de fidelidades mutantes u oportunistas, los medios definen a Castro o eligen testimonios que subrayan su condición. Los que simpatizan con él elogian su carisma, su dignidad insurgente, su incontinencia retórica (admirador de la oratoria de la Pasionaria, hipnotizó tanto a las masas que acabó hipnotizándose a sí mismo). Pero también hay quien lo define como dictador, momia o tirano. En su monstruosa grandeza, ¿es posible que Castro fuera una suma de todas estas cosas?
Marcos Ana, en cambio, no era ningún monstruo. Lo conocí el año que murió Franco (¿Paco?), en Eforie, a orillas del mar Negro, en un hotel rumano en el que Ceausescu acogía a la aristocracia comunista en el exilio. Eran
Los que simpatizan con Castro subrayan su carisma y su dignidad
unas vacaciones inmorales pero fantásticas, y, como buen adolescente corrompido por el capitalismo, las aproveché para acercarme a dos mitos monumentales del antifranquismo (del de verdad, no el de ahora, insulso como un rábano holandés): Marcos Ana y Fabriciano Roger, que competían a ver cuál de los dos había pasado más años en cárceles franquistas (Ana, 22; Roger, 23). Más que superpoderes políticos, a ambos se les notaban unas tremendas ganas de vivir que contrastaban con el rictus oficialista y los ceños solemnemente fruncidos (con uniceja brezhneviana) de los miembros del comité central. A Roger le gustaba contar chistes incluso cuando no tocaba. Y a Ana le encantaba recordar que cuando salió de la cárcel, con cuarenta y dos años, y lo llevaron a un cabaret para que se estrenara en el tomate amatorio, tuvo un gatillazo. Más tarde recuperó el tiempo perdido. Ha muerto a los 96 años. O sea: ha muerto joven, porque los veintidós años de condena no los contaba.