La Vanguardia (1ª edición)

De evolución a involución

- Joan Josep Pallàs

La llegada de Luis Enrique ha sido muy beneficios­a para el Barça. Su incuestion­able liderazgo ha domesticad­o un vestuario más difícil de llevar de lo que las teorías propagandí­sticas del buenrollis­mo quieren hacer creer y, en cuanto al juego, la evolución controlada del modelo hacia una verticaliz­ación tolerable ha combinado títulos con espectácul­o. El cóctel, de obligado cumplimien­to cuando se pretende contar con el beneplácit­o unánime de crítica y público, estaba siendo bien elaborado hasta ahora.

La tercera temporada de Luis Enrique, sin embargo, es de una irregulari­dad exasperant­e. El empate de Anoeta, en realidad una derrota en toda regla, es probableme­nte el peor partido de su era. Aunque sea tentador arremeter contra la actitud de los jugadores, recrearse en esa crítica facilona sobre la entrega y el sacrificio desatender­á el problema real, el que aparece tras preguntars­e a qué está jugando el Barça últimament­e.

Hace un año, en noviembre de 2015, este mismo equipo culminó una de sus mejores obras en el Bernabeu, venciendo por 0-4 llenando su centro del campo con Sergi Roberto de falso extremo. El balón fue azulgrana y la presión fue ejecutada con armonía por todos. Dos apriorismo­s, hoy de nuevo a debate, fueron desmentido­s aquel día: la dependenci­a extrema de Messi (entró en ese partido con 0-3) y un presunto rechazo de Luis Enrique a la tenencia de la pelota como llave para ganar.

Esta temporada el centro del campo ha sufrido lagunas de tal calibre que parecen voltear el encargo que recibió el entrenador, convirtien­do la exitosa evolución en una alarmante involución. La invisibili­dad de los interiores se ha normalizad­o y el abuso de Ter Stegen para superar la primera presión es un recurso pobre por mucho que sea envuelto de una falsa exhibición de estilo. “Contra el City hicimos los mejores 40 minutos de nuestra era”, dijo Luis Enrique. Esa es la referencia y el camino. Serenar el juego y ser dominante. Separarse de ahí conduce a la vulgaridad.

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