Poesía en el gueto
Modesto golpe de genio, en su falta de ambiciones. Moonlight atrapa la mirada y no la suelta. Hipnótica, por supuesto. De una morosidad calculada. Uno se pierde emocionado en sus imágenes, sencillas y penetrantes. Película atenta, donde un gesto es un drama y una mirada todo un poema. Barry Jenkins, el director, sabe que la verdad está en los rostros y que el miedo es un agujero negro. Tras ver Moonlight, uno se siente un poco menos bestia. Subyuga, convence, desarma, y en su sencillez, enamora...
Y tras dejarse arrastrar uno por la euforia ante esta pequeña gran obra maestra –que quizá no es para todos, es cierto, ni para cualquier momento– pasemos a la prosa más descriptiva: la abundancia –se puede hablar de alud– de películas protagonizadas y dirigidas por afroamericanos que están llegando de Hollywood tiene en Moonlight la nota lírica, sin renunciar por eso a su papel de denuncia. Melancólica denuncia de la diferencia que habla de la educación sentimental de un joven negro (de gueto). Desde su infancia atormentada en manos del barrio y una madre drogadicta a la sexualidad reprimida: la máscara que debe adoptar para sobrevivir...
Pero esta historia, me dirán, ¿no se ha contado cien, mil veces ya? Efectivamente, es la historia
Barry Jenkins, el director, sabe que la verdad está en el rostro y que el miedo es un agujero negro
del joven homosexual que se descubre a sí mismo. Pero nunca como aquí, donde un giro de luz es un sentimiento y una mirada tiene la intensidad de todo un monólogo.
Lo cierto es que el desapego por las palabras que exhibe Moonlight se sustituye con creces por la elocuencia del silencio. La cámara se detiene en los actores, auténticos dramas en movimiento. Y la anécdota del relato se disuelve en algo atemporal y cierto, allí donde raza, sexualidad, identidad y amor se entremezclan de forma inextricable.
De Oscar, o sea.
sueños