La Vanguardia (1ª edición)

Trump reta al sistema judicial

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DONALD Trump no es el primer presidente de Estados Unidos que choca con el sistema judicial, pero sí es el primero que arremete contra la justicia, con el agravante de que tan pronto pone en duda la capacidad personal de jueces como se burla de sus sentencias. El presidente Trump no ha cumplido siquiera treinta días en la Casa Blanca y ya tiene su primera guerra. Y no es en Irak, Afganistán, Kuwait, Somalia, Haití o Granada –escenarios militares de sus predecesor­es–, es un conflicto civil e interno que perfila un pulso inquietant­e porque, por momentos, parece que la Casa Blanca, el poder ejecutivo, pretende devaluar o aun actuar al margen del poder judicial, uno de los tres pilares de la democracia estadounid­ense desde su fundación.

El decreto presidenci­al del 27 de enero –que prohibía la entrada durante 90 días de los ciudadanos de siete países de población musulmana y congelaba la llegada de refugiados sirios a Estados Unidos– provocó la reacción fulminante de varios jueces en diferentes estados y precipitó la salida de la fiscal general en funciones, que se reconoció incapaz de defender en su departamen­to la orden del nuevo presidente, acaso por sus imperfecci­ones. El enfrentami­ento sigue en pie y ha adquirido las caracterís­ticas de un pulso que dificilmen­te podía ser inesperado para la Casa Blanca.

La colisión sirve para recordar a Donald Trump que la presidenci­a de Estados Unidos no se puede ejercer con los modos del único propietari­o de una empresa privada. El sistema de contrapeso­s del poder es especialme­nte nítido en Estados Unidos, una gran nación que fue fundada y ha prosperado gracias a un sistema democrátic­o ideado para evitar las tiranías o las persecucio­nes religiosas o ideológica­s de las que huían muchos de los pioneros europeos que desembarca­ron en Norteaméri­ca. Estos primeros días de presidenci­a resolutiva ya han chocado, afortunada­mente, con unos contrapode­res firmes y desacomple­jados a la hora de alzar la voz. Tras largos meses de campañas –primero a la nominación republican­a, después a la Casa Blanca–, Donald Trump estaba obligado a imprimir un ritmo fuerte a sus primeros días en el cargo, al que llegó sin ninguna experienci­a previa, un caso insólito. Tenía que demostrar que sus promesas de eficacia rápida no se convertirí­an en otro ejemplo del abismo entre las promesas electorale­s y los actos presidenci­ales, de la política en definitiva, en el sentido peyorativo que tanto criticaba el magnate inmobiliar­io antes de tomar posesión del cargo en Washington.

La justicia –y la realidad– están mostrando a Donald Trump las limitacion­es a su poder. Es un pulso trascenden­tal. No es tanto la batalla elegida –las medidas discrimina­torias contra los ciudadanos de siete países musulmanes– como el trasfondo en juego: ¿puede un presidente actuar sin limitacion­es? La respuesta obvia es no. Está por ver el desenlace de este envite. Desde el 11-S del 2001, los presidente­s de EE.UU. han ganado margen de maniobra para actuar al margen de los demás poderes, partiendo de los intereses de la seguridad nacional. Trump trata de ganar más radio de actuación y parece dispuesto a litigar con la justicia aunque haya comenzado de forma jurídicame­nte chapucera. Ayer ya anunció nuevos decretos para reforzar su criterio con el argumento de la seguridad. Una presidenci­a enérgica no está reñida con el respeto a la justicia, pilar de la democracia de Estados Unidos.

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