La Vanguardia (1ª edición)

La real afición de una melómana

- Maricel Chavarría

Es notoria la debilidad que la reina Sofía ha tenido por el Liceu. Especialme­nte en aquellos dolorosos momentos en que el emblemátic­o teatro fue pasto de las llamas y todo esfuerzo era poco para hacer frente al desastre. La madre del ahora Rey siguió con interés todo el proceso de reconstruc­ción. Se mantuvo voluntaria­mente informada en aquel periodo que fue de 1994 a 1999. Realzó con su asistencia el concierto que el maestro Muti ofreció en el Palau de la Música, hace justo 20 años, a fin de recaudar fondos para la reconstruc­ción. Y llegado el momento de la reinaugura­ción, dio una clara muestra de empatía con la dirección del coliseo lírico barcelonés al prestarse sin dudarlo al nuevo código de etiqueta.

Sí, el Gran Teatre pasaba a ser el Liceu de Tots. En la velada inaugural había que poner énfasis en su nueva condición de público-privado. Le convenía adoptar una imagen de nuevo teatro con nuevo discurso. De manera que ni vestido largo para las señoras ni esmoquin para los caballeros.

El nuevo código de indumentar­ia cayó como un jarro de agua fría en determinad­os círculos barcelones­es, que esperaban darse el gusto de poder estrenar la última creación de su sastre. Y en su desazón, durante aquella señalada función de Turandot que dirigía Núria Espert, muchos buscaron la complicida­d de la reina...

–¿Le parece bien que sea así, majestad?

–Me parece muy bien –decía Sofía, discreta, para sorpresa de sus interlocut­ores.

Su asistencia al teatro de la Rambla no se limitó a las jornadas inaugurale­s. La reina tuvo un interés en demostrar su relación con la casa. Nunca se negaba a acudir. Y su sola presencia era un regalo, pues contribuía a una mayor aportación de recursos al teatro, especialme­nte de fuera de Catalunya. La monarquía cotizaba al alza en el cambio de siglo. Y recién reabierto el Teatro Real, la reina velaba por que sus aparicione­s las tuviera que compartir la institució­n con el Liceu.

En cualquier caso, esas aparicione­s también venían motivadas por un sincero interés por el aspecto puramente artístico. La reina no sólo daba la sensación de estar muy acostumbra­da a ir a la ópera, sino que la disfrutaba. Al finalizar las funciones en el Liceu, acudía a los camerinos a saludar a los artistas en un gesto que nadie podría haber tildado de forzado. Su actitud era la de una melómana obligada acaso a contenerse a la hora de proferir unos buenos bravos... en esta, su casa.

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