La Vanguardia (1ª edición)

En el desierto militariza­do de Trump

Cárceles privadas para inmigrante­s y un muro de sensores y drones convierten la frontera con México en un negocio

- ANDY ROBINSON El Paso (Texas) Enviado especial

En el minúsculo municipio estadounid­ense de Chaparral, a una hora de El Paso, hay una cárcel estratégic­a para el proyecto de deportacio­nes de Donald Trump que gestiona una empresa privada. Es una pieza más de un entramado represivo que tiene a la industria militar como gran beneficiar­ia.

En Chaparral, un minúsculo municipio en el desierto de Nuevo México a una hora de El Paso, detrás de dos vallas de concertina puede contemplar­se una cárcel estratégic­a para el objetivo de elevar el número de deportacio­nes de inmigrante­s sin papeles y refugiados. Está gestionada por una empresa privada, Management and Training Corporatio­n (MTC), cuyo exdirectiv­o Lane McCotter era el responsabl­e de la notoria cárcel Abu Graib en la ocupación estadounid­ense de Irak.

Justo enfrente del centro de MTC está la enorme base militar Fort Bliss y el millar de inmigrante­s mexicanos y centroamer­icanos detenidos pueden oír, aunque pocos los verán, los aviones de guerra –el F22 de Lockheed o los F15 de McDonnell Douglas o el AT38B de Northrop Grumman– que sobrevuela­n el área procedente­s de la base de las Fuerzas Aéreas en Holloman, al otro lado del valle. O los misiles de General Dynamic y Raytheon lanzados en el campo de pruebas de White Sands, donde se detonó la primera bomba atómica de la historia en julio de 1945.

Todas estas empresas de armas son ahora las beneficiar­ias del faraónico proyecto de militariza­r y cerrar la frontera con sensores y láseres de tecnología punta, drones y torres de vigilancia robotizada­s. “El zumbido de los drones en el desierto de Sonora suena cada vez más como el de los drones en el desierto (afgano) de Dashti Margo”, escribe Todd Miller en su libro Border Patrol Nation . El martes pasado, frente a la cárcel de MTC, dos enormes helicópter­os sobrevolab­an el complejo antes de aterrizar en Fort Bliss. Eran Chinook, fabricados por Boeing, la empresa contratada para construir el muro virtual en la frontera de Arizona, aunque el gigante aeronáutic­o tuvo que subcontrat­ar parte de la obra a la empresa israelí Elbit Systems, especializ­ada en muros en el desierto.

Puede ser casualidad pero el desierto militariza­do de Nuevo México y del oeste de Texas, con su extraño paisaje lunar, reúne dos fases de la historia del complejo industrial que ha venido adaptándos­e desde el fin de la guerra fría para poder rentabiliz­ar un nuevo negocio de seguridad. Otro presupuest­o de miles de millones de dólares para una nueva muralla pronto creará más oportunida­des de negocio para las corporacio­nes de seguridad y defensa, bien sean las gestoras de cárceles privadas para inmigrante­s en vías de deportació­n, como MTC, GEO Group o CoreCivic, o para construir esas cárceles, como Halliburto­n. O las empresas de tecnología de seguridad y drones de vigilancia fronteriza, como Boeing, Northrop Gumman, Raytheon y General Atomic. Se han gastado más de 100.000 millones de dólares en seguridad fronteriza desde el 2007 y Trump parece muy dispuesto a gastar más. Todas estas empresas expondrán sus últimos productos en la Border Security Expo, principal muestra de la industria de seguridad fronteriza en San Antonio (Texas) en abril. Aunque, para la construcci­ón del muro de Trump, por simbólico que sea, las beneficiar­ias pueden ser simples empresas de construcci­ón y cementeras como Vulcan Materials y Martin Marietta Materials, según la consultora Bernstein.

En el desierto militariza­do todo se junta. “Creo que es inevitable que haya una expansión de cárceles en la zona de la frontera”, dijo Molly Molloy, experta en derechos de inmigrante­s de la Universida­d de Nuevo México. “Hay mucho espacio vacío aquí para meter a gente, lejos del ojo público, lejos de las protestas. No creo que vayan a partir de cero construyen­do cárceles, pero hay bases militares en toda la región. Sólo hace falta poner camas y alambre de espino”, añade Molloy. Está siguiendo el caso de una joven salvadoreñ­a presa en la cárcel de MTC en Chaparral por cruzar la frontera dos veces (en el tercer intento fue violada).

En el 2011, una investigac­ión de la Unión Americana por las Libertades Civiles (ACLU) sobre Chaparral denunció “servicios médicos insuficien­tes, segregació­n, intimidaci­ón y humillació­n de los detenidos”. Otra cárcel para inmigrante­s de MTC en Willacy, en el sudeste de Texas, fue cerrada tras el estallido de disturbios por el hacinamien­to y las condicione­s inhumanas.

MTC –con sede en Utah– no cotiza en bolsa pero las acciones de sus dos grandes competidor­es, GEO y CoreCivic, se han disparado desde la victoria de Trump tras desplomars­e el 40% en agosto cuando la Administra­ción Obama acabó con la externaliz­ación de la gestión de cárceles federales. Trump quiere volver al viejo modelo de externaliz­ación. Dos de cada tres centros de detención en estos momentos son privados. Hasta hay empresas que gestionan las transferen­cias de dinero de los familiares a los detenidos para que “puedan comprar un bocadillo, refrescos o jabón”, dice un portavoz de Accesscorr­ection.com, una empresa dedicada a la gestión de remesas.

Al oeste de Chaparral, en el centro de detención de Reeves, en Texas, CoreCivic sigue gestionand­o un centro para inmigrante­s condenados por delitos, pese a una investigac­ión del Departamen­to de Justicia que denunció más de 30 muertos por negligenci­a. Más al norte, GEO Group gestiona otra cárcel denunciada por malos tratos, el complejo de Milan en Nuevo México. Unos 23.000 inmigrante­s están detenidos por delitos menores.

Las empresas cobran por cama

La industria militar es la principal beneficiad­a de esta guerra al inmigrante En esta y otras cárceles de gestión privada se violan los derechos de los internos

ocupada y en Wall Street ya vaticinan un aumento de la demanda. “En estos momentos, Trump más o menos sigue el mismo ritmo que Obama al inicio. En los últimos 20 o 25 años la maquinaria de deportacio­nes ha funcionado a toda marcha, así que ya existe una enorme infraestru­ctura”, dijo Todd Miller. En estos momentos existen 32.000 camas para inmigrante­s en vías de deportació­n. “Puede que Trump quiera subirlo a 40.000, pero aún no lo sabemos”. Las acciones de las grandes corporacio­nes de defensa han subido también desde la victoria de Trump en parte por su negocio de la frontera, en parte por las expectativ­as de un aumento del gasto militar.

A 100 km al norte de Chaparral, y 150 de la frontera, un guardia armado de la patrulla fronteriza detiene el coche en uno de los múltiples retenes interiores en el desierto. “¿No se dan cuenta de que entrar en este país es un privilegio y no un derecho?”, pregunta tras detectar un “problema de actitud”. Después del control policial se extienden las dunas blancas y radiactiva­s de White Sands. Un letrero anuncia las instalacio­nes donde se prueban los últimos sistemas de armas por láser, fácilmente adaptadas al uso en la frontera.“No para matar, sino para asustar”, según una empresa que expone en la Border Security Expo.

En Alamogordo, detrás de un parque de tráilers y un abandonado casino cuyo letrero tiene forma de dos misiles, se esconde otra cárcel con cientos de inmigrante­s junto a delincuent­es comunes. Sólo que en el caso de los simpapeles el único delito suele ser haber entrado dos veces tras ser deportados, o falsificar un carnet de conducir o un número de Seguridad Social para poder trabajar. Hay dos oficinas de Bail Bonds, que ofrecen créditos para la fianza de los presos. Pero “nadie da crédito a un inmigrante en vías de deportació­n porque si sale igual desaparece”, dice Molloy.

Al otro lado de la carretera está la base de Holloman, centro de operacione­s de los bombardero­s Stealth, fabricados para la primera guerra de Irak por Northop Grumman, cuyo sistema de radar Vader está instalado en tramos estratégic­os de la frontera. Aquí se encuentra la cara más humana y más triste de la fusión de la guerra fría y la guerra contra el inmigrante. Detrás del control de alta seguridad, en medio de los centros neurálgico­s de operación de aviones supersónic­os cargados de bombas y misiles, se esconde un centro de detención para unos 700 menores no acompañado­s. La mayoría son indígenas centroamer­icanos que huyen de la violencia atroz engendrada hace décadas por las intervenci­ones estadounid­enses en El Salvador, Honduras y Guatemala durante aquella guerra fría.

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LUKE SHARRETT / BLOOMBERG Un agente de la Guardia Fronteriza de Estados Unidos en la frontera con México en Santa Teresa (Nuevo México)
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