La Vanguardia (1ª edición)

La pareja

Los buenos acuerdos políticos se empiezan a fraguar en contactos que no se comunican

- Fernando Ónega

Enhorabuen­a a La Vanguardia por la exclusiva, pero ya es triste que un almuerzo del presidente del Gobierno español y del presidente de la Generalita­t se haya convertido en la noticia del año. No es extraño: el encuentro venía precedido por un ambiente misterioso, donde el delegado del Gobierno parecía saber más que la portavoz del Gobierno catalán y el líder del PSC parecía también mejor informado que el presidente del PP de Catalunya, que se supone que tiene hilo directo con Rajoy. Ha sido un clima desinforma­tivo hecho a la medida del señor Rajoy cuando le sale la vena pontevedre­sa y a nadie sorprender­ía que dijera: “Mantengo contactos con Puigdemont… o no”.

El director Màrius Carol desea que el encuentro no sea como la escena de Beckett donde Vladimir pregunta “¿qué hacemos?”, Estragon responde “venga, vamos” y ninguno se mueve. Es buena comparació­n. Lo que me temo, director, es que en la representa­ción de Moncloa sí hubo la pregunta, pero ningún comensal dijo “venga, vamos”. A este cronista le recuerda algo más pueblerino: alguna escena de su propia vida, de adolescent­e tímido y retraído —¡Dios, cómo pasan los siglos!—, que llevaba a una moza al cine y no se atrevía a tocarle la mano. No sabía por aquel entonces que la moza deseaba el roce y algo más. En la historia de Moncloa, ignoro quién era el mozo y quién la moza, pero tampoco se han tocado la mano. O sea, que de negociació­n ni hablamos.

Pero se han invitado al cine, leñe. Hubo que descubrirl­os como si la redacción de

La Vanguardia fuese un nido de espías, pero uno hizo un largo viaje —¿se habrá puesto la peluca de Carrillo para que nadie le reconozca?— y el otro pagó la entrada y los vinos. Han hablado dos horas, prodigio nunca visto. Y no hubo platos rotos ni que llamar a los guardias. Y Puigdemont no volvió a casa proclamand­o la República catalana. Y la gente creo que se alegró de descubrirl­os en la penumbra del patio de butacas por una razón que parece casi mágica en este país de las fronteras nacientes: se hablan, almuerzan, rompen el hielo, no se dan picos porque no son de Podemos, pero hablando se entiende la gente.

Y miren ustedes: a este cronista le importa un pimiento que la reunión haya sido secreta. La mitad de las cosas que hacen Rajoy y Puigdemont son secretas. Los buenos acuerdos políticos se empiezan a fraguar en contactos que no se comunican: se sondea, se inician maniobras de aproximaci­ón y la negociació­n formal se hace cuando los chicos del cine se han acariciado la mano en la última fila. El exceso de luz impide los arrumacos. Incluso los famosos, cuando los paparazzis los descubren tentando al Sexto Mandamient­o, dicen aquello de que sólo somos buenos amigos. Lo que ocurre, ay, es que Puigdemont no quiere ni le dejan romper su castidad, que llama referéndum. Y Rajoy guarda su virginidad porque dice que se lo manda la Constituci­ón. Son la pareja del cine de mi pubertad.

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