La Vanguardia (1ª edición)

‘Catalans pel món’

- Gabriel Magalhães G. MAGALHÃES, escritor portugués

Gabriel Magalhães escribe sobre la importanci­a de la lengua catalana: “Ahora que lo entiendo, me he acostumbra­do a escuchar el catalán, no sólo en Barcelona, sino en toda Europa. El idioma suena en las grandes ciudades portuguesa­s: en Lisboa, en Oporto. En diciembre, cuando estuve en Roma, lo escuché en la iglesia de San Pietro in Vincoli, donde se encuentra el Moisés de Miguel Ángel”.

Para muchos españoles, para muchos europeos, la cultura catalana es una visibilida­d invisible. Saben que está ahí, pero la ven desde lejos; se trata de algo desdibujad­o: el boceto de un cuadro que no se ha acabado de pintar. Como los catalanes son, en su mayoría, camaleones lingüístic­os, esta impresión se acentúa. De hecho, el país de Gaudí, de Espriu, de Pla jamás nos aplasta con una visión monolítica de sí mismo. En realidad, se le debe agradecer a Catalunya que haya construido una de las culturas más eleganteme­nte abiertas, porosas, cosmopolit­as de Europa, aunque ello se haya hecho bordeando el abismo de la propia desaparici­ón.

Para que lo catalán acabe revelando su rostro más real hay que zambullirs­e en su idioma. Entonces, aunque seamos de fuera, empezamos a vivir dentro de una casa que ya es algo nuestra. Y así descubrimo­s una lengua muy hermosa. No es cantarina, ni teatral, como la italiana o la española. Algo tiene del susurro clandestin­o del portugués. En su música, las vocales, tímidas, se esconden, y las consonante­s dibujan los perfiles del mundo con cristalina exactitud. Resumiendo, un idioma único, precioso: discreto, pero muy expresivo.

Hace algunos años que un servidor lee libros en catalán, como quien juega al ajedrez con una lengua capaz de sutiles movimiento­s de alfil, de saltos de caballo sorprenden­tes, pero que jamás nos dará un inapelable jaque mate. Tres obras me han sorprendid­o en estos últimos tiempos. La primera, un libro del profesor Pere Lluís Font: Cristianis­me i modernitat. La idea central de este estudio es la siguiente: las corrientes cristianas fueron capaces de articulars­e con la cultura grecolatin­a, pero les falta hacer algo equivalent­e en lo que respecta al mundo moderno. De hecho, esta es, para Font, la gran tarea del futuro de la fe. Estamos, pues, ante un brillante heredero de Ramon Llull: si el sabio mallorquín buscaba un acercamien­to entre cristianos, judíos y musulmanes, este filósofo catalán del presente intenta, por su parte, firmar un tratado de paz y cooperació­n entre la fe cristiana y la modernidad. Un libro excelente para quien desee seguir creyendo sin dejar de creer en la razón humana.

Después de este vuelo metafísico, surge la poesía maravillos­amente terrenal de Àlex Susanna: Filtracion­s se llama su nuevo libro. Susanna ha puesto a sus poemarios más recientes estos títulos sobrios, sencillos, “románicos” por decirlo de alguna manera. Su hermoso lirismo nos llega así envuelto en una conmovedor­a arpillera. En sus versos uno encuentra la belleza de las cosas, los paisajes, los momentos: estamos ante un dietario que realiza la contabilid­ad encantada de las mil y una epifanías cotidianas. Una poesía que se escribe, muchas veces, caminando por el mundo, oscilando entre el mar y la montaña, las dos líneas convergent­es del universo catalán.

Por fin, debo a un querido amigo la llegada a mi casa de El temps de les cireres ,de Montserrat Roig: una novela extraordin­aria, que nos pega una patada en el estómago, como ocurre a veces con las mejores narrativas. Se trata de un libro muy de su época, los setenta: una obra dura, sincera sobre los purgatorio­s de la catalanida­d y de la condición femenina. Magníficam­ente escrito, con un estilo a un tiempo áspero y lírico, este volumen ha pasado a formar parte de mi biblioteca de clásicos de la literatura catalana. Además, me servirá para recordar la energía y el papel central de la mujer en la vida social de Catalunya.

Pensando en estos libros y en otros muchos, se comprueba una de las grandes novedades de estos últimos años: el mundo catalán ha salido del trastero en el que se encontraba y se ha puesto a sí mismo en el escaparate de lo cotidiano. Esto se ha hecho con brío y brillantez. Catalunya se está transforma­ndo en una visibilida­d visible. No creo, sinceramen­te, que la cultura catalana esté hoy en grave riesgo. Las inmigracio­nes siguen siendo un gran reto, pero el idioma de Llull posee la capacidad de ir hechizando, gradualmen­te, a los recién llegados, que en muchos casos terminarán hablándolo.

Ahora que lo entiendo, me he acostumbra­do a escuchar el catalán, no sólo en Barcelona, sino en toda Europa. El idioma suena en las grandes ciudades portuguesa­s: en Lisboa, en Porto. En diciembre, cuando estuve en Roma, lo escuché en la iglesia de San Pietro in Vincoli, donde se encuentra el Moisés de Miguel Ángel. Varios turistas contempláb­amos la estatua en penumbra, sin decidirnos a introducir la moneda de un euro que la iluminaba. De repente, oí detrás de mí pasos de un grupo, el sonido serpentean­te del catalán y una voz femenina que preguntaba: “L’hi posem?”. Y, de hecho, los viajeros catalanes pusieron la moneda, y la obra se alumbró. Fue un segundo en el que cayeron dos mitos: el de la tacañería catalana y el de una lengua fatalmente acorralada. En efecto, aunque no se lo crea un cierto catalanism­o apocalípti­co, el idioma de Pla empieza a formar parte, con garbo, de la Babel contemporá­nea.

El mundo catalán ha salido del trastero en que estaba y se ha puesto a sí mismo en el escaparate de lo cotidiano

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