La Vanguardia (1ª edición)

Madrid contra el Mediterrán­eo

- Luis Racionero

En una carta de 1895 Unamuno escribe a Ganivet: “La cuestión es esta: o España es un país central o periférico; o sigue la orientació­n castellana, desquiciad­a desde el descubrimi­ento de América, debido a Castilla, o toma otra orientació­n. Castilla fue quien nos dio las colonias y obligó a orientarse a ellas a la industria nacional; perdidas las colonias, podría nuestra periferia orientarse a Europa, y si se rompen barreras proteccion­istas, esas barreras que mantiene el espíritu triguero, Barcelona podrá volver a reinar en el Mediterrán­eo; Bilbao florecerá orientándo­se al Norte, y así irán creciendo otros núcleos nacionales ayudando al desarrollo total de España. No me cabe duda de que una vez que se derrumbe nuestro imperio colonial surgirá con ímpetu el problema de la descentral­ización”.

Cien años después de escribir esto, las apreciacio­nes de Unamuno se han cumplido con asombrosa exactitud: se derrumbó el imperio colonial y surgieron con ímpetu las autonomías, el país se ha unido a Europa y se han roto barreras proteccion­istas; Castilla ya no está desquiciad­a por América y no desorienta a la industria nacional, sino que se adapta a las multinacio­nales. Estos tres cambios que se producen –por dar fecha a lo que es, en realidad, un proceso: en 1898 el derrumbe, en 1959 la multinacio­nalización económica de Castilla, en 1986 la apertura a Europa– han variado radicalmen­te los planteamie­ntos del equilibrio inestable de intereses que es España. A raíz de la descoloniz­ación, la industrial­ización y la europeizac­ión, España se abre a una era de nuevas posibilida­des; puede por fin reorientar lo que complicó con América y la política europea de los Austrias. “Castilla hizo a España y la deshizo”, afirmó Ortega; cierto, deshecha en el 98, España se ha rehecho desde 1959, en función de intereses multinacio­nales más sensatos que la política hegemónica del imperio. Bajo estos auspicios cabe replantar el equilibrio cambiante que es España y reconocer en ellos el fin de la “Edad Conflictiv­a”.

Pero ahí reaparece con fuerza la peor lacra de España: el centralism­o jacobino de Madrid, que se concreta en la utilizació­n de los medios del Estado para favorecer a la capital en detrimento del resto del país.

Se supuso que este vicio afrancesad­o se había superado con el Estado de las autonomías, pero no fue así. El último episodio del centralism­o madrileño contra España se está viviendo con el corredor mediterrán­eo. Es una aberración que no cesa, el empeño de los centralist­as de Madrid contra el eje mediterrán­eo. Su última cacicada ha sido autoprocla­marse parte del eje mediterrán­eo –por si no lo sabían, Madrid es puerto de mar porque tiene el Ministerio de Marina– y apropiarse de 1.000 millones de euros que Europa destina para el eje mediterrán­eo y dedicarlo a pagarse un túnel entre Atocha y Barajas. No quiere independen­tistas en Catalunya pero mantiene Barcelona incomunica­da de València por AVE.

Insisto, los que no somos separatist­as vemos con disgusto y hastío la grotesca manía centralist­a de Madrid, con la Renfe llevada por pupilos de Robespierr­e, que prefiere unir Madrid con Badajoz que Barcelona con València.

Ni geográfica ni económicam­ente España puede aplicar un modelo centralist­a sin perjudicar y hacerse más ineficient­e. Históricam­ente, el transporte entre los territorio­s de España se llevaba a cabo por barco, costeado entre los puertos de la Península. Madrid fue una ocurrencia del neurótico Felipe II, que debió situar su capital en Lisboa o Barcelona o Sevilla. La industrial­ización sucedió en el País Vasco y Catalunya, por lo que el eje del Ebro por Zaragoza es un eje fundamenta­l de la economía.

Pero, además, Andalucía, Murcia, Alicante, València y Tarragona se dedicaron a producir artículos hortícolas que se venden en Europa, cuando allí aún es invierno los primeurs invaden Francia, Alemania, Inglaterra y salen en camión por la autopista de la costa mediterrán­ea. El eje Algeciras-Portbou canaliza un tráfico interno y de mucho valor monetario: es la salida de la huerta mediterrán­ea, que es la mayoría de la agricultur­a española.

¿A qué viene poner trabas y dilaciones a una infraestru­ctura en el eje mediterrán­eo?, ¿a que no pasa por Madrid? Aparte de que el modelo espacial centralist­a es anticuado y puramente francés, el centralism­o crea problemas de cohesión territoria­l: separa los territorio­s entre sí y los obliga a pasar por Madrid, tanto si es eficiente como si no.

La propia Europa tiene un eje central, que va de Londres, los Países Bajos y el Rin a Lombardía y otros ejes menores como el Randstad holandés, la Costa Azul francesa, el triángulo Bríndisi-BariTarent­o en Italia, la zona del Ruhr en Alemania.

Hoy por hoy la costa mediterrán­ea produce la mayor parte de la riqueza de España, primero por agricultur­a, luego en industria y, por supuesto, en turismo. Eso debe estar mejor comunicado entre sí que con Madrid. Y Madrid, si quiere tener autoridad moral –no poder– para ser capital de España, debe proceder con exquisita imparciali­dad y altruismo, actuando en favor de lo que necesita el conjunto de España, no de su interés como ciudad.

El centralism­o jacobino de Madrid favorece a la capital en detrimento del resto del país

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JORDI BARBA

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