Poesía fotograma a fotograma
Para muchos cinéfilos, uno de los momentos más emocionantes de la lluvia dorada que caerá sobre Hollywood la madrugada del domingo al lunes lo constituirá la entrega del Oscar al mejor largometraje de animación. Allí se concentran cinco perlas que sintetizan el óptimo estado de salud del género y que, en su conjunto, atesoran mayor riqueza creativa que los títulos de imagen real que concursan en la ceremonia: dos piezas maestras del revitalizado cosmos Disney (Zootrópolis y Vaiana), una miniatura delicada y deliciosa que descorcha el anime europeo (La tortuga roja) y dos filigranas filmadas en stop motion, la más artesanal manifestación del cine animado: Kubo y las dos cuerdas mágicas y La vida de Calabacín, que se estrena hoy.
La técnica del fotograma a fotograma ya la empleó Claude Barras en cortometrajes tan espléndidos como Sainte Barbe o Au pays des têtes, ambos codirigidos por Cédric Louis y el segundo deudor de la estética de Tim Burton, filiación que reaparece de nuevo en este su primer largometraje, inspirado en una novela de Gilles Paris que ya dio pie en el 2008 a una producción televisiva, C’est mieux la vie quand on est grand. Artísticamente, Barras alcanza una depuración prodigiosa, matizadísima en cada plano, en cada gesto, en la mirada llena de contenido humano del niño protagonista, en el más mínimo movimiento cotidiano. Su historia, no reñida con el público infantil aunque sí observada desde un prisma adulto sin una migaja de moralina ni edulcorantes (no en vano el orfanato donde transcurre la acción está habitado por niños que han padecido los peores abusos), es triste, también muy burtonianamente melancólica y poética, servida con un tacto, con una sensibilidad y conocimiento que deben mucho a la guionista que ha adaptado el texto, la cineasta Céline Sciamma, autora de dos retratos de adolescencias conflictivas tan agudos como Tomboy y Girlhood.