Vermeer viaja a París
El Louvre expone los pintores intimistas del siglo de oro holandés
El Museo del Louvre acoge una exposición de la pintura intimista holandesa del siglo XVII cuyo máximo exponente, Johannes Vermeer, estará representado por doce de sus minimalistas obras, entre ellas la conocida La lechera.
En Holanda La lechera, de Johannes Vermeer (1632-1675), es una especie de símbolo nacional. En Francia este pequeño y luminoso cuadro del siglo de oro holandés es muy conocido por el público más profano, por haber sido sello emblemático de una conocida marca de yogures. El Louvre acaba de inaugurar una sonada exposición de este pintor, acompañada de una notable muestra de sus coetáneos nacionales de lo que en Francia se conoce como peinture de genre, es decir, la pintura íntima de escenas interiores de la vida cotidiana.
Por su luz y su extrema concentración en los personajes, Vermeer destaca mucho en ese género de pintura, tan burguesa y tan diferente en sus temas del pietismo católico español o de la magnificencia de la pintura de la corte de Luis XIV, un contemporáneo del fenómeno. Hay en la pintura holandesa de ese periodo, con sus inofensivas escenas intimistas, todo un agravio comparativo de pequeña república hacia la grandilocuencia del absolutismo.
Vermeer no es un inventor, sino un nudo brillante en toda una red de artistas que vivían en diferentes ciudades de la pequeña Holanda, que seguramente se conocían y que se copiaban e inspiraban mutuamente sin el menor celo ni recato. Lo interesante de esta exposición (Vermeer y los maestros de la ‘peinture de genre’, hasta el 22 de mayo) es, precisamente, mostrar al maestro en ese contexto colectivo, y la invitación que contiene a un ejercicio de comparación con el resto de los expuestos; Gerard Dou, Pieter de Hooch, Gerard ter Borch (tres grandes cuyos cuadros no desmerecen en absoluto a lado de los de Vermeer), Gabriel Metsu, Caspar Netscher, Frans van Mieris, Jan Steen, Eglon van der Neer y Jacob Ochterrvelt.
La fórmula ha sido también un buen remedio a lo que podría pasar por defecto: sólo se exponen 12 cuadros de Vermeer y entre ellos no figuran obras tan importantes como La joven de la perla ola Vista de Delft. De todas formas, 12 son muchos si se tiene en cuenta que, en sus veinte años de creación, Vermeer sólo pintó unos 40 cuadros, de los que se conservan 36. La mayoría de ellos (26) pertenecen al género intimista de La lechera.
Liberada del dominio español, la Holanda del siglo de oro era la pequeña gran potencia comercial mundial, que practicaba el comercio triangular de esclavos, azúcar y manufacturas con las Antillas, la única con base comercial en Japón, gran presencia en Java, Gabón, etcétera. Su metrópoli, una zona enormemente urbanizada y que contaba con la mejor red de transportes de la época (canales y postas con horarios estrictos en una geografía densa y plana), concentró una enorme riqueza y alimentó un boyante mercado de arte.
Vermeer apenas salió de su natal Delft, una localidad de segunda entre Rotterdam y La Haya, “pero no
El maestro de Delft no fue un inventor, pero sí el más luminoso y fotográfico captando la intimidad cotidiana
trabajaba aislado, sino en evidente comunicación con todo ese colectivo establecido en otras ciudades”, explica el comisario Blaise Ducos. “Todos esos artistas se copiaban, se admiraban, se lanzaban guiños y se homenajeaban”, dice. Todos pintan mujeres interpretando música, escribiendo cartas, arreglándose con sus perlas, cosiendo o jugando con su loro de Gabón.
Del propio Vermeer se sabe poco.“Apenas podemos establecer una relación entre obra y biografía”, dice. Pero algo se conoce. Su padre, tabernero, murió pronto, él se casó con una mujer católica de familia adinerada, lo que explica su conversión al catolicismo desde el calvinismo en una época en que aquel era tolerado si se practicaba en el ámbito privado. Vermeer pintaba muy despacio. Los espacios interiores de Ter Borch y sobre todo
la impronta de Pieter de Hooch, que a partir de 1652 también se estableció en Delft, tuvieron una gran influencia en él. A diferencia de ambos, Vermeer se concentra mucho más en un solo personaje, una sola mujer, frecuentemente al lado de una ventana por la que entra la luz del sol. Y es más detallista. Su pintura parece sorprender a sus personajes en la actividad y muestra una fijación casi fotográfica por el detalle. En el caso de La lechera, la actividad es el aprovechamiento del pan duro mezclándolo con leche. A la espalda del personaje, un protagonista humilde en este caso, una pared en la que se advierten unos clavos o los agujeros dejados por ellos.
Aunque algunos de los cuadros de sus compañeros tienen una belleza y una técnica de luz tan perfecta y compleja, las escenas de Vermeer, tan parecidas a las de los demás, ofrecen interpretaciones más abiertas que la situación lineal expuesta por aquellos. En la mujer que escribe una carta, con su criada detrás, se aprecia en el suelo una hoja de papel arrugada: ¿está escribiendo una respuesta despechada?, ¿se trata simplemente del segundo intento tras un primer borrador fallido? En Vermeer hay, quizá, un poco más de misterio.
El maestro holandés, que falleció a los 43 años, ya era un pintor bien maduro a los 27, cuando pintó su lechera. Vermeer tuvo éxito, aunque no fue de los más cotizados de su época, pero murió pobre y rodeado de deudas. El Rampjaar, el año desastroso, de 1672, cuando sobre Holanda se abate una crisis económica y las guerras con Francia e Inglaterra, acaba con el fluido mercado de arte. Muere tres años después.