La Vanguardia (1ª edición)

El zarandeo de la justicia

- Fernando Ónega

Toda España es un inmenso patio judicial donde se administra­n dos justicias al mismo tiempo: la oficial de los jueces y la espuria de las redes sociales, que también dicta sentencias. La oficial, que se siente vigilada y presionada por el ambiente social, aplica leyes, es garantista y tiene una sola preocupaci­ón: que no se desconfíe de su independen­cia. Carece de medios, necesita mucho tiempo para adoptar sus decisiones y sabe cuál es su punto débil: una sentencia es aceptada cuando coincide con la sentencia dictada previament­e en las barras de los bares y, ay, en los medios informativ­os. El tribunal de Palma, por ejemplo, sería independie­nte si hubiera metido en la cárcel a la infanta Cristina y le hubiera impuesto una fianza impagable a su marido. Como no lo hizo, es un tribunal que trata de complacer a la Corona.

La justicia popular se mueve por sentimient­os, simpatías ideológica­s y rencores políticos. Cuenta con jueces improvisad­os, entre los que aparecen nombres ilustres como Ada Colau, Gabriel Rufián, Alberto Garzón y otros, que escriben sus veredictos en Twitter con desparpajo y un sentido peculiar de las previsione­s legales. El pueblo llano habla de las decisiones judiciales con la misma pasión con que habla del árbitro que robó un partido a su equipo. Tiene memoria para recordar otras condenas, compara y llega a la conclusión de que los jueces son complacien­tes con el poderoso y duros con el débil. Y de esa forma está creando un nuevo y grave problema institucio­nal: la crisis de confianza en el sistema.

Hay todavía un tercer cerco a la Justicia: el de la Catalunya soberanist­a cuando se presentan querellas contra los protagonis­tas de la desobedien­cia al Tribunal Constituci­onal. La calificaci­ón que reciben esas querellas contra dirigentes independen­tistas es la de “querellas políticas”; es decir, no basadas en criterios jurídicos, sino pensadas para perseguir el derecho a decidir. El punto más alto se alcanzó este jueves cuando Jordi Turull comparó las últimas con el 23-F: “Es una versión del 2017 del todos al suelo”. En esa frase y en las reacciones que provoca cada iniciativa judicial se esconde una descalific­ación de seguro impacto en la sociedad catalana. Unido al recuerdo todavía vivo de los avatares del Estatut en el Tribunal Constituci­onal, se convierte en una bomba contra toda la legalidad española y su aplicación.

Ya sólo faltaba la explotació­n partidista de la renovación de la cúpula fiscal, que el PSOE no duda en calificar como “purga”, quizá porque cesan algunos (el 20 por ciento según el PP) de los fiscales que habían sido nombrados en la etapa de Cándido Conde-Pumpido. Esa explotació­n partidista ya está ahí. Y con ella aparecen, qué casualidad, las denuncias de presiones que nunca antes habían sido comunicada­s, al menos públicamen­te, por quienes las han sufrido. A este cronista le alarma ese clima de intento de descrédito justo cuando la Justicia, en sus diversos niveles, es la única que puede poner en su sitio a los corruptos y orden legal en este país. Pensando en la salud del Estado de Derecho, el panorama es desolador.

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ATIENZA / EFE Iñaki Urdangarin llegando al tribunal
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