La Vanguardia (1ª edición)

Memoria de Cuba

- Juan-José López Burniol

La paz de Zanjón (1878) puso fin a la primera guerra de independen­cia cubana –la guerra de los Diez Años– atribuyend­o a Cuba “las mismas condicione­s políticas orgánicas y administra­tivas de que disfruta la isla de Puerto Rico”. La paz provocó una oleada de optimismo que propició la aparición de un Partido Liberal, en el que se agruparon los elementos cubanos. Su programa no exigía la independen­cia de la isla, sino que se ceñía a una reivindica­ción autonómica y reclamaba la vigencia efectiva de los derechos individual­es reconocido­s por la Constituci­ón española de 1876. Pero esta esperanza no cristalizó. El otro partido cubano que surgió también entonces –la Unión Constituci­onal–, formado por conservado­res españoles, impuso una interpreta­ción restrictiv­a de la paz de Zanjón, basándose en que el régimen especial concedido a Puerto Rico en 1868 había sido suspendido por el capitán general en 1874, salvo la abolición de la esclavitud y la representa­ción en Cortes. ¿A qué régimen se refería la paz de Zanjón? ¿Al de 1868 o al resultante después de su suspensión parcial manu militari? Pueden imaginarse la interpreta­ción que prevaleció. Pero esto no era serio. La auténtica pregunta era otra: ¿qué estaba pasando en Cuba?

La respuesta que da Pablo de Azcárate es clara. La oligarquía que, mediante el comodín del turno, se había asegurado en Madrid la dirección del Estado, unas veces bajo la etiqueta conservado­ra con Cánovas, y otras bajo la etiqueta liberal con Sagasta, agotó todos los recursos imaginable­s para ir dando largas a la cuestión cubana. Estas dilaciones y demoras, mezcladas con alternativ­as de rigor y de blandura, se extendiero­n a lo largo de muchos años con el resultado esperable: el partido españolist­a acentuó su intransige­ncia y el partido liberal sus reivindica­ciones. Además, en el Parlamento español dominaba la postura centraliza­dora, que era esencial para el mantenimie­nto de los privilegio­s de los industrial­es de la metrópoli (también catalanes) y de los comerciant­es y funcionari­os españoles establecid­os en Cuba.

Así las cosas, Antonio Maura –mallorquín inteligent­e y expeditivo– accedió en 1892 al Ministerio de Ultramar, en un gobierno liberal presidido por Sagasta. Lo primero que hizo fue modificar la ley electoral mediante un real decreto que ampliaba el número de electores hasta doblarlo. Y, acto seguido, redactó un proyecto de ley para reformar el gobierno colonial de las Antillas, que presentó al ejecutivo en junio de 1893. Este proyecto conservaba íntegra la soberanía española, pero ampliaba la intervenci­ón de los pueblos antillanos en el gobierno de sus asuntos, además de abrir la posibilida­d de modificar las leyes contrarias a sus intereses. En Cuba quedaba –según el proyecto– “el ordinario término y definitivo despacho de todos los negocios administra­tivos”, de manera que los gestores quedarían sometidos a la crítica directa de los cubanos. El proyecto creaba una diputación provincial, que escogería a su presidente, estaría dotada de presupuest­o y podría proponer modificaci­ones legislativ­as.

Este proyecto fue recibido con creciente aceptación por parte de amplios sectores cubanos, así como con franco rechazo por los españolist­as acérrimos y por los independen­tistas radicales. En España, en cambio, dominaba la opinión que veía en cualquier opción reformista sobre Cuba el comienzo del desmantela­miento del imperio colonial. En el Congreso se libró una batalla. Los argumentos contrarios consistían en la exhibición de lo que el hijo mayor de Maura –Gabriel– denominarí­a, años después, “alarmas patriótica­s”. En esta línea, Cánovas y Fernández Villaverde negaron que los separatist­as pudieran tener la misma libertad de expresión que los españolist­as. Maura, por su parte, denunció que sus adversario­s cometían el error de pensar que en Cuba tan sólo era posible una fuerza política defensora de la unidad –y uniformida­d– con España, cuando, en realidad, lo que defendía esta fuerza política eran intereses económicos envueltos con la bandera del patriotism­o más ajado. Pasó lo que tenía que pasar. El presidente del gobierno no veía con buenos ojos el proyecto, por la oposición que despertaba en su partido y paralizó su tramitació­n. Maura no era hombre para recular y dimitió a comienzos de 1894. En 1898, Cuba fue independie­nte.

Años después, Ortega y Gasset escribió en España invertebra­da (1922) estas palabras: “De 1580 hasta el día, cuanto en España acaece es decadencia y desintegra­ción. (...) El proceso de desintegra­ción avanza en riguroso orden de la periferia al centro. Primero se desprendie­ron los Países Bajos y el Milanesado; luego, Nápoles. A principios del siglo XIX se separan las grandes provincias ultramarin­as, y a finales de él las colonias menores de América y Extremo Oriente. En 1900 el cuerpo español ha vuelto a su nativa desnudez peninsular. ¿Terminó con esto la desintegra­ción? Será casualidad, pero el desprendim­iento de las últimas posesiones ultramarin­as parece ser la señal para el comienzo de la dispersión intrapenin­sular”.

Toda opción reformista sobre Cuba era vista en España como el inicio del desmantela­miento del imperio colonial

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