Corredor cultural
Vicent Marzà es un hombre de verbo pausado y firmes convicciones. Ahora es el conseller de Educació, Investigació, Cultura i Esport de la Generalitat Valenciana. La semana pasada, durante la firma de la declaración de Palma, acuñó un concepto para designar lo que firmaba junto a los consellers homólogos del Principado, Santi Vila, y las Baleares, Ruth Mateu. Marzà dijo: “El corredor cultural mediterráneo es absolutamente necesario y hay que impulsarlo por razones históricas y de compromiso por la cultura”. Hete aquí una manera de promover la unidad. La unidad de una lengua que permite proyectar un mercado cultural de más de diez millones de ciudadanos que ha sido descuartizado por los mismos que se llenan la boca con la sacrosanta unidad de España. La declaración de Palma incluye la consolidación del Institut Ramon Llull como organismo de promoción exterior, la participación conjunta de los tres gobiernos en ferias y festivales y, sobre todo, el impulso a las políticas lingüísticas unificando las acreditaciones de lengua catalana para que los certificados sean vigentes en los tres territorios. Medidas razonables que, sin embargo, parecen auténticas heroicidades. Sólo el centenario Institut d’Estudis Catalans y la Xarxa Vives, que coordina veintidós universidades de cuatro estados europeos (Andorra, Francia, España e Italia), han mantenido una mínima cobertura institucional durante las largas décadas de democracia castellanocéntrica de nula sensibilidad lingüística. El independentismo rampante que ha surgido en Catalunya también proviene de este hecho inexcusable. En plena eclosión de la sociedad global no sólo se menospreció el corredor mediterráneo desviando las inversiones ferroviarias a otros lugares. También se cerraron repetidores, se crearon zonas de exclusión televisiva y se bloquearon acuerdos para impedir la existencia de un espacio común entre valencianos, catalanes y baleares. ¿Unidad, qué unidad?
Los grandes defensores de la unidad española son alérgicos a su diversidad cultural. Este curso, en la República Francesa, las oposiciones para profesor de español, en la modalidad de “l’agrégation externe”, llevan en el temario una lectura obligatoria y otra optativa. La obligatoria, que solía ser el Quijote, ahora es Antagonía, de Luis Goytisolo. Para la optativa los estudiantes pueden elegir entre tres obras: en portugués, latín o catalán. Este curso el tribunal que compone las oposiciones ha elegido una novela mía, de modo que ya he visitado y visitaré unas cuantas universidades francesas. No todos los estudiantes que preparan estas oposiciones han estudiado catalán. En algún caso, es una elección estratégica o azarosa. La mayoría son franceses, pero también hay españoles residentes. A la sesión de la Sorbona vino una chica granadina que se presentaba inducida (y auxiliada) por otra candidata mallorquina, amiga suya. Le hacía gracia, dijo, que para pasar unas oposiciones de español en París tuviese que leerse un libro en catalán, algo que no le pasaría jamás en su Granada natal. Fue decirlo y darse cuenta.
Un corredor cultural descuartizado por quienes se llenan la boca con una unidad sacrosanta