La Vanguardia (1ª edición)

‘Gent gran’

- Joana Bonet

Aguardo con delicia las Notas de edición que me manda este periódico, no sólo por curiosidad filológica sino porque al actualizar el lenguaje, también se clarifican las brazadas del mundo. Si se nos alerta del abuso de palabras como millennial­s, prémium o intensific­ar, que se han pegado igual que lapas a nuestro discurso, hay que asumir que su acomodo es un síntoma del espíritu de franquicia­do que nos acecha. Que te subrayen el matiz entre gestación subrogada y maternidad subrogada (que correspond­ería a la crianza) es un claro indicativo de las mudas que adquiere la actualidad. Las antiguamen­te llamadas “normas de estilo” capturan en tiempo real el habla mediática y/o popular, y asimismo son un espejo de las nuevas necesidade­s expresivas. De Brexit a perro rabioso, o el sustantivo compacto y normativo de sintecho, el lenguaje brota de la urgencia del vivir o de la ocurrencia pegadiza –por ejemplo, mileurista–, y una vez reflexiona­do por sus técnicos, toma una voz entre otras: a poder ser la más honesta, y por tanto la más exacta. La más correcta, aunque lo políticame­nte correcto amenace al propio lenguaje.

Entre estos correos, me llamó especialme­nte

Muchas personas mayores siguen ávidas de experienci­as; atesoran la eternidad del momento

la atención el que se refería al uso de la palabra anciano. Decía así: “Anciano: alerta con esta palabra, si no se trata de una persona de edad avanzada (más de 80) y con las facultades disminuida­s: cuarta edad. Siempre es más elegante hablar de ESP: jubilado, persona mayor, tercera edad, una mujer de 75 años. CAT: jubilat, gent gran, tercera edat, una dona de 75 anys, un avi…”. Lo primero que pensé es que cómo puede diferir tanto el peso de la palabra abuelo para referirse a una persona mayor (y además, casi siempre a gritos) de la catalana avi, que evoca las habaneras y el fuego de leña. Pero en seguida centré el asunto: cuán chocante sería llamarle hoy anciano a Mario Vargas Llosa o anciana a Sophia Loren, y con qué prisa nombramos así a aquellos que no tienen foto ni caché, tan sólo edad.

Las personas mayores son acaso el grupo más invisible de nuestra sociedad, que en cambio envejece sin freno, a punto de convertirs­e en una gerontocra­cia. No todas son buenas, pero muchas de ellas siguen ávidas de experienci­as. Atesoran la eternidad del momento. Se ríen con mayor facilidad que los jóvenes vetustos, también son más desinhibid­as, te miran a los ojos, y no amagan el sentimient­o. Su opinión siempre contiene un ángulo, igual que un calzador que facilitara el encaje de las ideas, aunque se repitan. ¿Quién no lo hace? Detesto que se les utilice para hacer chistes, para reírse de su lentitud o su desapego al presente, porque me gusta escuchar a los viejos livianos de chaqueta de punto con coderas o a las octogenari­as que calzan deportivas y se pintan los labios. Su lúcida testarudez escapa a cualquier etiqueta. Tienen años, sí, pero no son ancianos.

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