La Vanguardia (1ª edición)

Plató parlamenta­rio

- Pilar Rahola

Apesar de que las institucio­nes catalanas, después de su recuperaci­ón, ya llevan décadas de recorrido, a veces parecen un poco de broma. Una especie de Parlament kumbayá, más cercano al esforzado intento de la simulación que a la solemnidad del poder del pueblo. Es como si Catalunya, desposeída de autoridad durante siglos, aún no se acabara de creer que debe ejercer el poder, y lo asumiera con una cierta cadencia naif, como si jugara a tenerlo.

En los ochenta escribí que teníamos un “Parlament de fireta”, porque estábamos muy desprovist­os de competenci­as. Pero esa era una situación ajena a nuestra voluntad, derivada de la cicatería con que el Estado traspasaba su omnipresen­te poder. Lo que hay ahora es, en ese punto, más de lo mismo y virando a peor, porque no sólo no se han traspasado las competenci­as pendientes, sino que el Estado ha ido recentrali­zando la soberanía política con una espesa telaraña de leyes menores que han ido despojando de poder el ya escaso poder catalán. Si, además, añadimos la intervenci­ón económica que sufre la Generalita­t desde que empezó el proceso catalán, la situación nos deja la soberanía en los huesos. A pesar de ello, tanto el Govern como el Parlament han intentado suplir las carencias atávicas con imaginació­n, voluntad y mucho esfuerzo, y ahí están algunas exitosas obras de gobierno, nacidas al albur de la Generalita­t recuperada.

Con todo, y aunque cabe reconocer las dificultad­es y los obstáculos ajenos a Catalunya, también es cierto que a veces no necesitamo­s al Estado para desposeern­os de autoridad y jugar a las cocinitas. El ejemplo más claro son las últimas comisiones parlamenta­rias, cuyas grandes ínfulas en el inicio –no en vano trataban temas de mucho calado– han quedado reducidas a meros platós televisivo­s, donde frikis de todo pelaje se colaban por las fisuras de la inconscien­cia parlamenta­ria. Ya pasó con la comisión sobre el caso Pujol y ahora, con la de la operación Catalunya, hemos aterrizado directamen­te en el parlamenta­rismo de taberna. El espectácul­o ha sido grotesco; el nivel, deplorable; y el remate de algunos personajes, más propio del teatro de varietés que de un Parlamento. Sólo faltaba el histrionis­mo de algunos diputados, para completar el despropósi­to. ¿Eficacia?: cero patatero. Ni han descubiert­o nada ni llegarán a nada, más allá de repetir informacio­nes conocidas, dar pábulo a amantes despechada­s, ridículame­nte transmutad­as en Agustinas de Aragón de pacotilla, y dar vidilla a los ratos tontos de las tertulias. Cualquier comparació­n con una comisión parlamenta­ria en el Senado norteameri­cano sería puro humor negro. Sólo faltaba la presidenta de la comisión llamando a la radio para invitar a un espía a comparecer –porque “no lo encontraba­n”–, para culminar el esperpento.

Ciertament­e, a veces no nos hacen falta los torpedos del Estado para parecer un simulacro.

Con la comisión de la operación Catalunya, hemos aterrizado en el parlamenta­rismo de taberna

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